Más allá de la euforia y de la orgía populista, en estos momentos es muy difícil para los mexicanos entender exactamente en qué punto nos encontramos como sociedad y país. Para quienes vivimos aquí, resulta complicado discernir con claridad quién detenta el poder. Intentar ponerse en los zapatos de la Presidenta y comprender cómo vive todo lo que está ocurriendo no es tarea fácil.
El mundo sigue cuestionándose quién es realmente. Durante las conferencias mañaneras, ella ha ofrecido lecciones de coherencia, seriedad y un estilo directo, con poco espacio para el verbalismo y la dialéctica, especialmente en comparación con su antecesor. Esto es sorprendente, considerando que las ‘mañaneras’ son un producto directo del uso de la palabra. Sin embargo, más allá de corregir las inexactitudes y responder a las preguntas e intoxicaciones del día, es crucial que se den y se ofrezcan al pueblo de México lineamientos claros sobre la acción de quien ostenta el Poder Ejecutivo, el cual, hasta ahora, ha sido el más relevante en la historia moderna de México.
La semana pasada, dos hombres de la plena confianza de Andrés Manuel López Obrador –y es mucho decir ‘confianza’ en el lenguaje íntimo del expresidente– sorprendieron a todos, no sólo a México, sino al mundo entero. La iniciativa de supremacía constitucional presentada por Morena buscaba limitar las facultades de la Suprema Corte de Justicia de la Nación respecto a reformas constitucionales. En particular, Morena pretendía que la Suprema Corte no pudiera interferir ni desestimar las propuestas de la reforma judicial, y que los jueces, ministros y magistrados fueran electos mediante voto popular.
Este intento no sólo amenazaba con romper el equilibrio de poderes, sino que, en caso de duda o necesidad política, la voluntad popular, respaldada por el Congreso, podría siempre interpretar cualquier conflicto que surgiera en la vida nacional. Lo más grave de todo este proceso es que el Poder Judicial está siendo poco a poco relegado, convirtiéndose en una instancia meramente representativa.
Finalmente, y en beneficio del país, el coordinador de los senadores de Morena, Adán Augusto López, rectificó y declaró que sería polémico reformar el artículo primero constitucional, el cual pretendía impedir que el Poder Judicial interfiriera en las decisiones del Congreso. Sin embargo, este episodio dejó claro que, a partir de ahora, quien controle el Poder Legislativo también controlará el Poder Ejecutivo.
En este segundo piso de la cuarta transformación, la autonomía de los jueces está siendo reemplazada por la elección popular. Un juez electo no sólo tendrá la validación del pueblo, sino la facultad de imponer sus propias reglas, lo que plantea un riesgo democrático. Es muy peligroso recuperar la época de Robespierre no solamente por el terror, sino también porque aquel o aquella jueza que sintonice más con el pueblo adquirirá una especie de poder y autoridad democráticamente peligrosa. A pesar de ello, la Presidenta sabe que para gobernar necesita orden, y también sabe que es peligroso empoderar a jueces que sintonizan demasiado con el pueblo, ya que podrían adquirir un poder peligroso.
Mientras tanto, en un plano paralelo de la misma película, los jóvenes dirigentes de Morena recorren el país, multiplicando mensajes de optimismo y estructurando una política que trasciende el simple ejercicio del poder. Ya no sólo cuentan con millones de afiliados y una mayoría legislativa y popular, sino que buscan consolidarse como la única expresión política válida en México.
Quiero rehuir de lo simplificado y elemental que es el argumento de que sigue mandando quien mandaba y es que, aunque eso sea verdad, eso es inviable. Y lo es porque a estas alturas, después de más de 35 millones de votos, naturalmente la Presidenta y su gobierno tienen todo el derecho a equivocarse solos. Sin embargo, la pregunta que surge entonces es: ¿en qué lugar se encuentra la Presidenta? ¿Cómo se configurarán realmente los elementos del poder, cuando, además de Morena, el único actor con poder relevante es el Partido Verde?
Todo con y para el pueblo. Ese ha sido el objetivo y el plan de acción desde el 1 de julio de 2018 y que continúa hasta nuestros días. Sin embargo, hay una ligera confusión sobre cómo es que se debía implementar esta forma de gobernar porque una cosa es incluir al pueblo en el devenir político y otra cosa muy distinta es pretender que el pueblo actúe libremente y con la consciencia plena sobre qué es lo mejor para el país. A partir de aquí, ¿quién o qué entidad será la que garantice el cumplimiento de los compromisos? ¿Para qué seguir invirtiendo y gastando en campañas y papeletas de votación si al final el pueblo se manifiesta a mano alzada tan ricamente y tiene mucho menos tiempo que perder?
Este gobierno es el intérprete de la voluntad popular. Es verdad que conviene no olvidar que la voluntad popular es tan evanescente como su voluntad o la mía. Lo que quiero decir es que lo que pensamos hoy, nadie en su sano juicio puede garantizar que seguirá siendo el mismo pensamiento dentro de seis días, seis meses o seis años. Por eso, desde el Imperio romano hasta nuestros días, las sociedades se han regido por estructuras de representación del poder y siempre la lucha de las élites contra el pópulo ha sido el elemento de tensión dominante en cualquier estructura.
En este momento las que han desaparecido, las que no están y las que no tienen lugar son las élites. Todos –y eso no es nuevo ya que ha pasado muchas veces en nuestra historia– gobiernan en el nombre del pueblo. Pero no olvidemos que este pueblo ha sido mutilado en una parte importante de su ser. Se puede estar a favor o en contra de la reforma judicial, pero es innegable que el sistema judicial no funcionaba como debía. La justicia ni era pronta ni, en la mayoría de los casos, era justa. El problema es que para resolver este problema es necesario contar, por una parte, con una gran preparación e ideas grandes y claras que garanticen que el que quiera ser juez, únicamente busque ser juez y no use los juicios o las condenas como campañas electorales. Este es uno de los grandes problemas de esta reforma impulsada por Morena y sus aliados, que se tendrá que ser muy objetivo e imparcial para evitar que el actuar de los jueces no termine convirtiéndose en una especie de campaña política que alegre a quienes gobiernan desde el Congreso y que, a la vez, garantice su elección.
Esta obra en tres actos requiere de un libreto final que conteste la única pregunta que importa: ¿quién manda aquí?