Año Cero

¿Y si no gana Trump?

Si Donald Trump gana, no sólo será la democracia la que pierda; realmente es necesario plantear –y no sólo en términos de personalidades arrolladoras– cuál es el futuro que queremos seguir.

Algunos expertos políticos estadounidenses piensan que el mayor error cometido por Kamala Harris –quien, recordemos, sigue fungiendo como vicepresidenta de Estados Unidos– fue no haberse separado lo suficiente de su presidente, Joe Biden. Esta situación se compara con lo ocurrido en 1968, cuando Hubert Humphrey, siendo vicepresidente en la administración de Lyndon B. Johnson, buscó ser electo presidente de los Estados Unidos de América. En aquel entonces, Humphrey cometió el error de no mostrar la autonomía y determinación suficientes para posicionarse como un candidato único y no como la continuación de la administración de Johnson ¿El resultado? Richard Nixon se impuso por aproximadamente 500 mil votos y fue nombrado trigésimo séptimo presidente de Estados Unidos.

Con las más de 50 millones de personas que emitieron su voto de manera anticipada la semana pasada –superando el número de votantes de 2008 y 2012, y siendo esta una buena señal del ejercicio democrático–, resulta difícil imaginar que estos votantes estuvieran allí para provocar un cambio generacional en la elección. Dicho de otra manera, esas personas tenían apariencia de trumpistas, miraban como trumpistas y reaccionaban como trumpistas.

Es muy difícil pronosticar lo que sucederá mañana. Lo que comenzó como una elección aparentemente fácil para Donald Trump se ha tornado en un verdadero desafío. Mañana no sólo se decidirá quién gobernará Estados Unidos los próximos cuatro años, sino que también se determinará –entre muchas otras cosas– cómo será el futuro de la relación bilateral. Como ha sucedido desde hace décadas, lo que los estadounidenses decidan en las urnas –y, más importante, el resultado que finalmente determine el Colegio Electoral– tendrá impacto no sólo en México, sino en el mundo entero.

Siempre recordaré la sensación que tuve cuando asistí al mitin de clausura de Hillary Clinton en la explanada de Independence Hall en Filadelfia, el mismo sitio donde se aprobó la Declaración de Independencia y se redactó la Constitución estadounidense. Acompañado de personajes como su esposo Bill, del entonces presidente Barack Obama, su esposa Michelle y muchos otros líderes, me impresionó el espíritu de victoria que se respiraba en ese recinto. Ese día todos pensábamos que la victoria de Hillary era inminente. No lo fue. Y lo que empezó siendo un evento lleno de esperanza y de júbilo terminó viéndose opacado por la victoria de un personaje que al principio nadie imaginaba que lograría siquiera obtener la nominación republicana pero que terminó obteniendo la victoria en 2016.

Hay pocos datos nuevos en estos comicios; el más relevante, en esta crisis generalizada de las instituciones y en esta crisis democrática mundial, es saber que las sociedades han cambiado. En este nuevo sistema democrático emergente no basta con tener una voluntad arrolladora capaz de modificar cualquier ley a conveniencia; es necesario comprender que las sociedades –especialmente la estadounidense– se juegan su futuro no sólo en función de una administración, sino con base en el entramado, la estructura y el sistema jurídico que las sustenta.

Los votantes estadounidenses han cambiado, y uno de los factores decisivos y fundamentales de cara a estas próximas elecciones será la composición del electorado y la forma en que grupos como el de los jóvenes, las mujeres, los latinos o los afroamericanos emitan su voto. Hoy el estudio demográfico y el mapa electoral son muy diferentes a los que llevaron a Trump a la Casa Blanca en 2016, prueba de ello es la aparentemente reñida contienda que disputa con Kamala Harris.

En este fracaso generalizado de las democracias, será indispensable observar quién es capaz de entender que la mejor forma de reestablecer y rediseñar las estructuras es garantizando un sistema donde prevalezcan las libertades y los equilibrios de poder por encima de todo, incluso del líder del momento. Ha llegado el momento en que los países deben hacer un ejercicio de introspección y analizar cuánto están esforzándose por crear y desarrollar una estructura de derechos y libertades. Ya no es momento de individualidades; es tiempo de trabajar sobre lo destruido y centrar la mirada en todo lo que puede mejorar de cara a las futuras generaciones.

Para Donald Trump, no sólo está en juego su retorno a la Casa Blanca, sino también, en gran medida, su libertad. En estas elecciones, Trump se juega su destino: si no logra la victoria, lo más seguro es que termine cumpliendo condena por los múltiples delitos de los que se le acusa, de algunos de los cuales ya ha sido encontrado culpable. Para Trump, no sólo es importante volver a ocupar el despacho más poderoso del mundo, sino también seguir disfrutando sus días como un hombre libre, lejos de las rejas.

A 24 horas de que Estados Unidos decida quién será su próximo presidente o presidenta, me gustaría recordarle al mundo que en 2016 la sociedad estadounidense hizo una elección contraria a lo que el establishment y las élites habían decidido. En 2016, Estados Unidos demostró que aún había espacio para la sorpresa y la novedad en su democracia. Haber ganado el voto popular, habiendo fungido como primera dama, senadora e incluso secretaria de Estado, no fue suficiente para que Hillary Clinton se impusiera al que podría catalogarse como una de las grandes sorpresas políticas del siglo XXI. Fueron 74 los votos del colegio electoral que le dieron a Trump la ventaja necesaria para hacer insignificantes los casi 3 millones de votos que le otorgaban la mayoría popular a Clinton.

Una nueva administración Trump no sólo significaría volver a poner el mundo en una especie de montaña rusa, sino que también instauraría la mentira y la confrontación sin límites como método de gobierno. En cualquier caso, lo que es evidente y no puede ocultarse es ese aire triunfal que hoy acompaña a los trumpistas del mundo. No obstante, no hay que olvidar que las sociedades son volátiles y que, así como en 2016 otorgaron el poder a un magnate de bienes raíces, mañana podrían entregarle las llaves del Despacho Oval a quien podría convertirse en la primera mujer presidenta de los Estados Unidos de América.

Pase lo que pase, hay una reflexión que el mundo no puede seguir evitando. No sólo se trata de una crisis de las clases políticas en general; es, sobre todo, el desprecio tan generalizado que ha generado la ineficiencia y el mal uso que los gobiernos han hecho de la voluntad, la fe popular y la democracia.

De ganar, Donald Trump se convertiría en el primer presidente que deja en el camino a dos mujeres contrincantes en la época que está llamada a ser la era de las mujeres. Si Trump gana, no sólo será la democracia la que pierda; realmente es necesario plantear –y no sólo en términos de personalidades arrolladoras– cuál es el futuro que queremos seguir. ¿Las sociedades seguirán votando y optando por individualidades, o elegiremos a quien ofrezca una mejor visión y programa para el futuro? Sea como sea, no hace falta ser un adivino para saber qué es lo que ofrece Trump. Lo que sigue siendo una incógnita es lo que pueda ofrecer Kamala Harris en caso de que gane.

El pasado 6 de enero de 2021 Estados Unidos y el mundo entero fueron testigos de hasta dónde son capaces de llegar Trump y los suyos cuando el resultado no les es favorable. El asalto a una de las instituciones más simbólicas y representativas de la nación estadounidense es algo que quedará marcado en la historia y que conviene no olvidar de cara a lo que pueda suceder mañana. En la víspera de la que está llamada a ser una de las elecciones más cerradas de la historia moderna de Estados Unidos la gran pregunta a resolver es: ¿y si no gana Trump?

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