Año Cero

Amores perros

Mientras el Ejército mexicano se encarga de tareas ajenas a su naturaleza, las fuerzas del crimen organizado van robusteciendo sus filas e incrementando sus capacidades.

En la década de los años ochenta –en plena escalada terrorista de grupos como lo fueron las Brigadas Rojas italianas, la ETA española o el Baader-Meinhof alemán– se puso de moda que los intelectuales escribieran un mensaje a los terroristas bajo el título de "si mi pluma valiera tu pistola". Esta era una manera impulsada por los intelectuales de esa época de querer cambiar la bala por el proyectil de las ideas. Era una forma que buscaba intercambiar la violencia producida por la pólvora, por la intensidad de los diálogos. Poco a poco, estos grupos terroristas fueron cayendo, entre otras cosas porque nunca hubo confusión sobre cuál era el papel del Estado y cuál era el papel de los terroristas.

En el mundo moderno, la historia y la piel de la violencia se construye sobre imágenes. En la década de los años noventa salieron a la escena películas como Perdita Durango –producida por el español Andrés Vicente Gómez– o como las películas Abierto Hasta el Amanecer y El Mariachi. Estas películas mostraban una época de violencia salvaje ligada con la miseria, la desigualdad social y el papel de los cárteles y el narcotráfico en la vida mexicana. En el año 2000 –justo cuando fue el fin de los setenta años del monopolio en el poder del PRI– se estrenó Amores Perros. Ésta es una película que no sólo es extraordinaria por su dirección, interpretación o guion, sino que, sobre todo, lo es porque fue un recorrido sobre la insensibilidad a la que, poco a poco, nos íbamos colocando como nación frente a la violencia.

En Amores Perros se podía matar casi a cualquiera y las peleas entre perros anunciaron lo que veinte años después se ha convertido en algo que ya no provoca ningún tipo de conmoción en la sociedad mexicana. En la actualidad el horror del que día con día somos testigos va desplazando a todo lo que sucedió en el pasado. Si hubiera que escribir o darle forma a la antología del horror vivido, sin duda alguna tendríamos que recurrir a las imágenes que hemos ido coleccionando especialmente en los últimos años.

Ya no es novedad ni conmociona a nadie el hecho que supone el ver sembradas cinco o seis cabezas en medio de una pista de baile. Ya no impresiona a nadie que aparezcan personas desnudas, decapitadas y colgadas en los puentes. Ha dejado de generar conmoción lo que supone el hecho de que mueran veinte o treinta personas sin ninguna razón aparente. Y, lo peor de todo, es que en la actualidad ya ha dejado de ser una sorpresa lo que significa ver cómo –sin tener consideración alguna– mueren bebés, niños, adultos mayores o cualquier civil que es víctima de un fuego cruzado. Esta antología presentada del terror en la que antes los malos aparecían muertos, detenidos o huyendo se ha sustituido por una lucha sobre ver quién tiene una mayor capacidad para generar pánico y horror en nuestro país. En la actualidad los cárteles y las asociaciones delictivas, una detrás de otra, compiten directamente y sin descanso contra la organización y la presentación de las Fuerzas Armadas mexicanas.

En medio de la crisis humanitaria, económica, social, política e incluso geográfica que estamos viviendo, confieso que en este momento resulta fácil decir que ya nada es lo que era antes. Sin embargo, me parece peligroso no señalar que a pesar de que puede haber gobiernos de todo tipo de ideología o de cualquier origen, lo que no es posible que exista son tipos de violencia y ejércitos que no tengan el marchamo de la única violencia legítima de los Estados. Esta violencia legítima es la que se emana de las fuerzas del orden y que son elegidas tras un proceso electoral, democrático o al menos gubernamental.

El Covid-19 está creando el gran problema de que parezca que los muertos hayan dejado de tener la importancia que tenían antes de esta crisis. Pero la verdad es que cuando llegue el momento de sacar los números y las estadísticas verdaderas, nos daremos cuenta de que, en medio de todo esto, una parte del país murió. Y es que esa parte es tan significativa e importante que no se puede seguir culpando a la mala suerte, a la falta de organización o a los estragos producidos por la pandemia. En las pesadillas siempre hay espacio para imaginar un peor escenario. Mi pesadilla personal es que, una vez descubierta la vacuna contra Covid-19, quien las regale y se las proporcione al pueblo sean los cárteles.

Ante la situación actual, cualquiera podría decir y argumentar que estamos frente a una puesta en escena en la que solamente se puede buscar hacer dos cosas. Primero, se puede optar por una OPA agresiva y buscar darle al Ejército mexicano los medios, automóviles y las armas que no tienen y que los cárteles sí tienen. O, segundo, podemos elegir asustarnos tanto frente a la organización de los enemigos que cualquier barbaridad que hagamos esté justificada en función de la pérdida del control.

Hasta el momento, llevamos demasiados años siendo víctimas de la confusión. Hemos pasado demasiado tiempo pensando que toda esta violencia algún día pasará y será parte del recuerdo. La realidad es que no ha pasado ni pasará. Y ahora, lejos de incrementar la capacidad y el poder destructivo de la única violencia legítima de nuestro país, que es la que se implementa por medio de las Fuerzas Armadas, lo único que hacemos es fortalecer su poder constructivo.

Que nadie se equivoque. Estamos en un punto en el que México no sólo tiene un Ejército, sino que tiene varios ejércitos. Mientras unos luchan contra el Covid-19, otros controlan las aduanas y algunos más dirigen la construcción de aeropuertos y vigilan la integridad de los cajeros automáticos del Banco del Bienestar, las fuerzas del crimen organizado van robusteciendo sus filas e incrementando sus capacidades.

Ha llegado el momento de reflexionar sobre que la materia prima del Ejército no debería de ser las palas ni los picos para remover tierra o levantar bardas. Que las Fuerzas Armadas tengan diferentes funciones está bien, pero eso no les exime de cumplir con sus primeras obligaciones constitucionales que son: mantener la unidad de la patria, defender la legalidad constitucional y ser la única violencia legítima que prevalezca en las calles.

Me es difícil olvidar cómo cuando, en 2015, mientras el presidente Peña Nieto estaba a bordo del avión presidencial y se disponía para ir a París, el Chapo se permitió el lujo de fugarse públicamente y teniendo como testigo a todo el país. Pero más allá de lo que esto significó, lo que deberíamos buscar responder es: ¿en qué habíamos estado centrando nuestros pensamientos todos estos años sobre el valor de nuestra seguridad y de la normalidad que debería regir nuestra convivencia diaria?

¿En qué estábamos pensando cuando hace veinte años le enseñamos a nuestros hijos que lo visto en la película Amores Perros podría ser el destino de nuestra sociedad? Viendo en retrospectiva, cada vez que veíamos cómo aparentemente los cárteles se iban debilitando y sus cabezas iban siendo capturadas por las autoridades, hoy puedo decir que estábamos viviendo una mentira. Y lo digo porque, lejos de su desmembramiento, los cárteles cada día se iban fortaleciendo más e iban adquiriendo una mayor importancia y relevancia en la vida del país.

Estados Unidos tiene el mayor control de armas y número de mafias del mundo. Pero, ¿qué es lo que salva a este país? Que ninguna mafia tiene el poder, la organización ni la capacidad para desafiar a las fuerzas del Estado. En México, estamos en medio de una orgía de sangre en la que sólo parece aplicar el viejo llamado de los mafiosos sicilianos sobre que la sangre llama a más sangre. Y así estamos. Por eso, las imágenes publicadas y donde se muestran las capacidades que tienen cárteles como el de El Mencho, perdón, Señor Mencho –como le llaman sus tropas–, o las distintas imágenes que nos van obsequiando los grupos delictivos, no hacen más que presentar la triste realidad en la que vivimos.

Es necesario definir los canales de comunicación que estableceremos a partir de este momento, pero, sobre todo, determinar a quién nos dirigiremos en cuestiones de seguridad. Y es que a partir de aquí y con las estadísticas crecientes de la violencia, ¿qué es lo que podemos hacer? ¿Tendremos que establecer un proceso constituyente de cárteles y les pediremos ayuda para reinstalar la seguridad y el orden en nuestras calles? Sin la eficiencia requerida por parte de las Fuerzas Armadas para contrarrestar la situación, ¿quién nos protegerá?, ¿quién nos amparará?

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