Año Cero

Hasta que el teléfono sangre

Las sociedades se han convertido en un gigantesco videojuego en red, en el que para ganar hay que cazar el orden establecido o el palacio prometido.

Nunca dejará de sorprenderme la capacidad de olvido que tenemos los seres humanos. Para nosotros siempre todo es y todo suena a nuevo, ¡qué horror! Y lo peor de todo es que olvidamos que todo ya pasó antes. Para poder comprender lo que está sucediendo en Chile, uno tiene que volver la vista hacia atrás y recordar lo que sucedió –en condiciones socioeconómicas, culturales y religiosas diferentes– durante la Primavera Árabe.

La capacidad contenida de desesperación, reivindicación y de violencia en los seres humanos es tan grande que nadie –o muy pocas personas– en el mundo dedicó tiempo para prever las consecuencias que traería consigo la era de la comunicación en la que vivimos. Al esperar que todo sea instantáneo, hemos hecho de la comunicación un sentido de frustración inmediata. Lástima que los teléfonos no sangran, porque el día en que la sangre se vuelva física en Twitter, Instagram o en Facebook, ese día seremos testigos de la reacción en cadena que hemos producido.

Todo pasa como sucedió antes, sólo que ahora los hechos vienen acompañados con una reacción en cadena que se produce de manera inmediata y ahora la gente es más consciente y activa de lo que fue en el pasado. Las vanguardias de las revoluciones siempre exigían a las primeras víctimas. Ahora, en esta época de los sentimientos y de la afinidad por la frustración y la reclamación, el sentimiento es inmediato y no hay vanguardia que la respalde.

La realidad es que todos hemos sido golpeados por la situación en Chile, al igual que todos fuimos engañados en la plaza Tahrir en Egipto durante la Primavera Árabe. Fuimos robados y asaltados en todo aquel lugar donde no existe la justicia o donde sobre lo que nosotros creemos que tenemos derecho ha desaparecido.

Estábamos tan aparentemente felices viviendo en la era de la comunicación, que se nos olvidó el hecho de que las personas estamos compuestas de alma y vísceras. Y con ello olvidamos que cuando ya sea, la vida o la política laceran las vísceras, y siempre huele mal. Al final lo ideal es tener un balance y la necesidad de alcanzarlo viene –entre otras cosas– de un factor que ha desaparecido de nuestra cultura: el tiempo. En la actualidad, los tiempos han dejado de existir. Vivimos en una época en la que ya no madura nada y donde todo se ataca, se protesta, se destruye y se goza en el momento.

Las sociedades se han convertido en un gigantesco videojuego en red, en el que para ganar hay que cazar el orden establecido o el palacio prometido. Pero al final del día ninguna de las comunidades de los bots o de los trolls funcionan para dar gracias ni para reconocer que hay alguien en este mundo que está bien. ¿Se equivocan los chinos al querer preservar su mundo de todo esto? Tengo claro que no. Los chinos –que no tienen Twitter ni Instagram ni Facebook– tienen sus propios sistemas y tienen su propio Hong Kong. China pudo haber sido como Hong Kong, pero de haberlo hecho nunca se hubiera convertido en el país que es en la actualidad. Porque un país como ese sólo puede ser gobernado desde una estructura geopolítica tan efectiva como la del Partido Comunista.

Nunca hicimos el cálculo de lo que significa que hoy el gobierno no esté basado en la reflexión y la oferta, sino en la emoción y la reacción. Dejamos de lado el cálculo del gran éxito del doctor Joseph Goebbels, que consistía en repetir de manera consciente y coherente una mentira hasta que esta terminaba siendo una verdad. Si además esta práctica se formula desde el dormitorio presidencial de Estados Unidos vía Twitter, se convierte en la única verdad. ¿Ganará Trump en el impeachment? Seguramente. Igual de seguro es que en la actualidad puede más la bajeza y las vísceras del votante que el alma, la constitución y la historia misma. Y dicho esto, surge la necesidad de hacer la siguiente pregunta: ¿cómo hubiera sido el mundo si Jefferson o Lincoln hubieran tenido Twitter?

Frente al mundo que conocimos, todo es un desafío al buen gusto. Porque hasta la fecha no nos hemos acostumbrado a vivir y el problema no es que haya leyes que no se aplican. El problema son las leyes que dejaron de tener sentido, ya que una vez desaparecidos los procesos de la reflexión, del diálogo, de la investigación y habiendo sido sustituidos por la horca de las redes sociales, ¿qué sentido tienen los regímenes legales?

Nunca gastamos dinero en prever hacia dónde nos llevaría nuestro éxito, aunque desde el punto de vista de la organización social es algo que ya sabemos. Somos una herida abierta y un corazón permanentemente con necesidad de reivindicación, ya que ninguno de nosotros tenemos lo que nos merecemos. Y también porque todos los días mi celular –como si fuera la voz de Dios dentro de mí– me explica a qué tengo derecho y me recuerda que alguien en algún lugar me lo está robando.

Mientras escribo las columnas, he llegado a pensar muchas veces sobre si tengo un humor demasiado negro o si tengo muy poca expectativa sobre la capacidad de recuperación. Frente a esta reacción en cadena que significa la situación descrita anteriormente, cabe otra interpretación y no solamente al reflejo de hasta dónde y por qué está aplicando actualmente. Sino porque una vez agotados los modelos y comprendido que ya no existen ni los consensos de Washington, ni el Banco Mundial ni el Fondo Monetario Internacional ni el mundo que conocimos, esa capacidad de sentir y de comunicarnos de manera global que hoy tenemos por medio de un teléfono, también la podríamos aprovechar para reconstruir nuestro tejido social sobre la base de lo que ya sabemos que ha dejado de existir.

Entre las cosas que se pueden hacer es importante saber que a pesar de que hoy el eje central de nuestras vidas gire en torno a estos pequeños y terribles aparatos, sus días están contados. Y esto se debe a que la crisis medioambiental en la que vivimos trae consigo la necesidad de destruir las fuentes primarias de lo que hoy nos dan el esquema energético de nuestras vidas en forma de baterías de litio.

Hasta que los teléfonos sangren. Y es que, en lugar de utilizar estos aparatos para gritar, para destruir o para quemar, los deberíamos estar utilizando para empezar a construir.

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