Desde el principio de los tiempos, la función del liderazgo se basa, en primer lugar, en que los demás te vean. En segundo lugar, en que una vez que te hayan visto, te sigan. En tercer lugar, que te escuchen lo justo para que una vez que procesen tus palabras sigan convencidos de seguirte, pero, eso sí, que lo hagan sin preguntar demasiadas cosas ni tan pronto. Cuarto, una vez que la gente te sigue, existe una regla de oro que es necesaria cumplir y es que tienes que saber hacia dónde llevarás a todas aquellas personas que han tomado la decisión de confiar en tu liderazgo, a pesar de que el destino sea el matadero. Estamos en un punto en el que nada es nuevo ni inédito y en el que no es necesario rasgarse las vestiduras ni mucho menos existe la necesidad de hacer la pregunta: "Dios mío, ¿por qué a mí me está pasando esto?", ya que la respuesta es sencilla: porque sí y punto.
Día con día, las agendas son inventadas por los líderes que dominan el escenario nacional. Antes de que un especulador inmobiliario –dirigido por un ideólogo que estaba forjado en la fragua del odio y en la acerería de la desilusión– conquistara la presidencia de Estados Unidos, pensábamos que había realidades inmutables y que los intereses creados gozaban de una condición que los convertía en intocables. Grave error. Lo único que realmente tiene más fuerza que la realidad física es el torbellino que se crea dentro del ejercicio del poder. Esto siempre y cuando la aplicación del poder sea capaz de generar miedo y que provoque que los demás obedezcan y lo hagan sin ningún tipo de consideración.
Los líderes son quienes formulan y transmiten el mensaje. Los líderes son los que crean la agenda. El sentido de vergüenza de los pueblos hace que –en el momento en que los líderes desaparecen por el desagüe de la historia– rápidamente todos los olvidemos, ya que el grado de indignidad que podemos llegar a alcanzar al seguir a un líder es algo que no tiene nombre.
Hay estudiosos, como Rebecca Wittmann, que, en su obra Beyond Justice: The Auschwitz Trial, hace el recuento de cómo un honrado charcutero, quesero o jardinero proveniente de Baden-Baden, Bremen, Colonia u otra ciudad alemana, al vestirlo con un uniforme negro –que a su vez era la representación de la muerte en la época de la Segunda Guerra Mundial– se podía convertir en un experto serial killer en los campos de exterminio de Auschwitz. Y todo ello debido al liderazgo y la agenda que en su momento Adolf Hitler estableció como la ideal para su pueblo.
¿Y ahora qué? ¿Cuál es la agenda que seguiremos? Si miro el panorama local, si empiezo por mi pueblo y por mi gente, puedo decir que la agenda está acompañada por una guerra. Pero no se trata de una guerra solitaria, sino que ésta está superpuesta y acompañada por guerras paralelas. Los mexicanos ya éramos parte de la guerra de la violencia, la guerra del narco, la guerra para erradicar la pobreza y la injusticia, así como de la batalla para eliminar la corrupción y la impunidad. Pero además teníamos y seguimos teniendo una guerra que, en definitiva, podría provocar que un día el tigre salga a la calle y nos coma a todos. La cuestión es que no sólo es un tigre, sino que son muchos tigres y todos están paseando por las calles del país esperando el momento indicado para aniquilarnos. Pero, por si alguien no se quería enterar y dando otro ejemplo más de audacia política y de lo que representa la construcción de una agenda, el presidente López Obrador ha tomado la decisión, una y otra vez, de encerrarse en las plazas más difíciles, en aquellas lomas taurinas de mayor dificultad del país.
La semana pasada, el presidente mexicano eligió ir a Guanajuato. Antes de eso, escogió como destino Washington, D.C. Constantemente López Obrador ha elegido cuál es la agenda a seguir. Su primera gira estuvo categorizada por la visita al monumento de Lincoln, al monumento del Benemérito de las Américas y por el otorgamiento del perdón a Donald Trump. Su segunda visita fue al fango de sangre en el que se ha convertido Guanajuato y con la suposición de detener las balas y dejar claro que su intención era estar con las víctimas y demostrar su solidaridad.
En esta política establecida por el presidente López Obrador conviene no recordar que en los sistemas presidenciales –en donde los secretarios fungen como tal y donde todo el poder está concentrado en la mano del Presidente– la responsabilidad de todo, para bien o para mal, reside en él. Pero también es importante mencionar que bajo este esquema los gobernadores pueden fallar, que naturalmente lo hacen. Y que, suponiendo que sigan existiendo, los alcaldes también pueden fracasar en el cumplimiento de sus funciones. Pero, por encima de todo, al que le debemos obediencia y sumisión es al ciudadano Presidente. Y es que al final del día y contra lo que se pueda opinar, él es el responsable de todo lo que sucede. A esto se le llama inventar la agenda creando la contracción política.
Que nadie le vuelva a recordar al Presidente sobre el número de muertos derivados de su política de seguridad. Él está acompañando a las víctimas y allí donde se produce el pantano de sangre, allí es donde sus pies pisan. El papel que la agenda tiene en la vida de los pueblos es equivalente a la función que los faros tienen en medio del mar para guiar a los navegantes. Y así como los barcos y los navegantes buscan llegar a puerto, las agendas de los gobernantes y líderes siempre buscan algo más y ese algo son las elecciones. Sólo existe una cosa peor que el no tener elecciones: ser parte de un país donde todos los días se vive bajo un proceso electoral ininterrumpido.
Con independencia de la inteligencia y de la habilidad para provocar preguntas incómodas antes de que éstas surjan de manera inesperada, las agendas tienen un objetivo claro. El objetivo de las agendas es no permitir que en ningún momento surja duda alguna, sobre todo si éstas carecen de rentabilidad política a corto plazo y no permiten dudar entre dónde se encuentra la verdad y dónde la vida. En ese sentido los líderes, los que de verdad consiguen vivir un tiempo político inexplicable, son quienes aprenden –incómodos– a hacerse a sí mismos todas las preguntas e incluso responderlas antes de que su pueblo tenga la oportunidad de formularlas o siquiera pensarlas.
Por eso, mientras vamos repartiendo y preguntando cuál es la responsabilidad de los demás, existe la posibilidad de que nadie recuerde que al final de toda pirámide y de la cúpula de poder, la responsabilidad última no reside en la cúspide, sino en quien la lidera. Desde que en el año 2001 vi que un dedito mágico marcaba la agenda del país entendí que –con independencia de la responsabilidad, la verdad o de la realidad– el pasado, el presente y el futuro estaría en manos de quien supiera manejar la agenda. ¡Viva la agenda!