Hace unos años el exvicepresidente de Estados Unidos y casi presidente, Al Gore –quien en las elecciones del año 2000 ganó el voto popular, pero perdió la contienda por una diferencia de cinco votos en los colegios electorales– coordinó y en parte escribió un libro llamado Una verdad incómoda. En este libro quien perdió la Presidencia tras una decisión tomada por la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos y en la que, tras la polémica surgida por el conteo de votos en el estado de Florida, le dio la victoria al hermano del entonces gobernador de ese estado, George Walker Bush, detalla su postura acerca del calentamiento global y la situación devastadora del mundo sobre este tema.
Desde su época como congresista en 1976, Al Gore se había especializado en ser una especie de profeta sobre la destrucción climática y sus consecuencias. Como vicepresidente de Estados Unidos incluso propuso programas como el lanzamiento del satélite DSCOVR de la NASA para que las personas tomaran conciencia de la fragilidad de la Tierra y supieran de la necesidad de proteger a nuestro planeta. Pero con un personaje como Bill Clinton como presidente –quien lo oscurecía todo, ya que brillaba más que mil soles–, con el tema de la degradación climática a Al Gore le pasó lo mismo que a Barack Obama con la situación del racismo: fracasó.
Lo más difícil de la vida es entender que ninguna ley ni ningún intento –por bien intencionado o visionario que sea– promulgado por cualquier gobernante logrará cambiar a las sociedades antes que estas cambien por sí solas. El gran divorcio de la realidad, la horrible verdad, es que la buena intención usualmente suele naufragar ahogada contra los acantilados de la realidad misma, ya que en la vida sólo hay una cosa peor que no tener la razón: tenerla demasiado pronto.
Semana tras semana y mes tras mes he tratado de prometerme a mí mismo ya no escribir acerca del Covid-19. Pero es que, ¿cómo rehuir esa horrible verdad? A lo mejor el traspaso de esta Tierra hacia el nuevo exoplaneta descubierto a tres mil años luz y que dicen que es muy parecido a nuestro sistema solar ya haya comenzado y yo no me he enterado. Pero en caso de que esto no esté sucediendo, con mi corto entendimiento no me queda más remedio que analizar constantemente el mundo en el que vivimos o, al menos, el mundo que yo soy capaz de percibir que vivimos. Un mundo en el que esa horrible verdad es parte de nuestro día a día y que se va reafirmando cada vez con más fuerza.
La realidad es que médicos, gobiernos, pero sobre todo nosotros los ciudadanos, nos estamos equivocando. A estas alturas si algo me queda claro es que detener el contagio del Covid-19 es imposible. Dicho de otra manera, hemos fracasado en evitar la propagación, aunque aún estamos a tiempo para no fracasar en el tratamiento y en su mitigación. En un país tan cerrado, con tanta tecnología y con tanto control militar como Israel y donde todos los días aparecen alrededor de setecientos nuevos casos de Covid-19, menos de veinte de estos casos terminan acudiendo a los hospitales, mientras que el resto es tratado intensivamente desde sus casas. Esto no es más que la prueba de una correcta respuesta frente al virus.
La horrible verdad nos enseña que –salvo la existencia inmutable del cubrebocas– estamos completamente indefensos y en manos del ataque que el coronavirus pueda realizar en nuestras vidas. Pero estamos a su alcance porque estamos confundiendo los objetivos. Los países más desarrollados han seguido luchando contra la propagación, pero, sobre todo, han entendido que los peores elementos del Covid-19 se encuentran no en su alcance de contagio, sino en su tratamiento y en la capacidad y disponibilidad hospitalaria de los países.
Hasta ahora resulta claro que la vida y la muerte del Covid-19 se disputa en cuestión de horas. Ya existen estadísticas fiables que demuestran que el coronavirus tratado con eficacia y contundencia en las primeras cuarenta y ocho horas da un alto nivel de recuperación, incluso dentro de las personas de mayor edad. Ya hay datos confiables de cuánto cuesta y cuántos muertos se producen al ser atendidos en hospitales. A estas alturas también sabemos que hacer un kit de prevención para cada posible contagiado es económicamente inviable. El problema es haber entrado en una especie de hipocresía global sobre la que el mundo algún día tendrá que rendir cuentas, aunque seguramente la respuesta será que esta situación era inevitable. Y es que habiendo podido salvar a muchos al realizar la inversión adecuada en medicinas y tratamientos, no lo hicimos. Pero al mismo tiempo tampoco fuimos capaces de ahuyentar el miedo y de evitar la espada de Damocles que significa la capacidad de contagio del virus. La horrible verdad es que todo esto lo sabemos, pero que tanto gobiernos como instituciones y la debilidad humana misma se empeñaron en desconocerlo.
Llegará el día en que bien porque no esté presente o bien porque de verdad el Covid-19 y su situación haya cambiado, ya no tendré que hablar más de este tema. Mientras eso sucede no puedo más que ir haciendo el recuento de los grandes cambios cualitativos que ha causado. Para empezar, es una realidad que fracasamos en nuestro objetivo principal que era evitar el contagio. No tenemos dinero ni tampoco queremos asumir la inversión que supone salvar a los contagiados. Con las consecuencias causadas vamos basculando entre el cierre, la apertura y el cambio de los colores de los semáforos establecidos, todo ello sin realizar una proyección real del costo que esta crisis causará en términos de víctimas. Y es que, ¿a cuántos salvaremos de la muerte a causa del Covid-19 a costa de la paralización de la economía? Probablemente a unos cuantos millones. Pero, por otra parte, ¿a cuántas personas condenamos a muerte de hambre por el paro total de la economía?
Para mí a estas alturas resulta claro que el gran error de diagnóstico y de estrategia consiste en empeñarse, una y otra vez, en detener los contagios. Naturalmente si la enfermedad no existiera, que sí existe, las personas no morirían a causa de ella. Pero ya tenemos suficientes estadísticas como para saber que eso es prácticamente imposible. La otra estadística, la que sí se debería contestar, la grave y la que obliga a pedir explicaciones en cualquier lugar del planeta es la correspondiente sobre el verdadero costo de salvar a alguien que tenga Covid-19. ¿Por qué se muere tanta gente que nunca tuvo una idea clara sobre cómo luchar contra la enfermedad? Si sabemos que gente de noventa años –con el tratamiento adecuado– puede salvarse de la enfermedad, ¿por qué cuando los enfermos llegan a los hospitales en su mayoría pueden morir? Porque esta es una batalla en la que el objetivo principal es que el coronavirus no le gane a la burocracia de los Estados y en la que, a pesar de todos los datos y tecnología, seguimos sabiendo el valor real de una vida humana.
Mientras sigamos cometiendo el error de conseguir un objetivo imposible como lo es el evitar el contagio, seguiremos cometiendo errores de lucha contra la realidad que con cada movimiento no hace más que desarmarnos y desangrarnos cada vez más. Aquí conviene que usted haga un examen propio de conciencia y que mire a su alrededor y que descubra que sus vecinos, amigos, hijos, los muertos conocidos o desconocidos, todos, eran como usted. Todos ellos vivieron pensando y confiando en que, si en algún momento se diera una situación como la actual, alguien sabría qué hacer. No podemos preguntarles a los muertos si ya han entendido que en realidad nadie sabe qué hacer. Por eso más vale que usted incursione en las redes sociales, en esa farsa de la vida en la que se han convertido plataformas como Twitter y donde los mayores debates y batallas acerca de la salud, la política, de la ideología e incluso sobre el respeto de los derechos humanos se celebra como si se tratara de un gigantesco combate de boxeo en sombra y donde nunca hay ni perdedores ni vencedores.
Es necesario que usted se meta a ese mundo digital y lo use para sacar la siguiente cuenta y las nuevas estadísticas. Y es que hasta que no tengamos una previsión real sobre lo que podemos salvar y sobre lo que está definitivamente condenado, no sabremos cómo o hacia dónde dar el siguiente paso. Hasta que algún donador excepcional o el Estado otorgue el número de medicinas necesario para mitigar esta crisis, la situación se irá transformando en un escenario cada vez más catastrófico. Por poner un ejemplo, en México se proyecta que podría haber más de treinta millones de contagiados, lo que significa que necesitaríamos el mismo número de medicinas y tratamientos para realmente hacerle frente a esta crisis. Por otra parte, se estima que el Estado mexicano tendría que realizar una inversión aproximada de al menos veintiséis mil millones de pesos para aplicar una hipotética vacuna al setenta por ciento de la población. Esta inversión es 3.7 veces más que el gasto público total anual destinado al sector salud. Pero, ¿está el Estado dispuesto a realizar esta inversión?
En caso de que el Estado decida no hacer la inversión, tendríamos millones de muertos colaterales de una guerra que no hay que olvidar, no se trata de una maldición divina ni de una pandemia mandada por Dios. No, esto se trata de la confesión de unos Estados soberbios, incompetentes y corruptos que realmente sus centros de interés consisten en protegerse a sí mismos, pagarse los bonos y los sueldos y en los que todos los ciudadanos no somos más que parte de una estadística a la que antes se le llamaba "carne de cañón".
Sabiendo que soy carne de cañón. Sabiendo que ni los míos ni yo le importamos a nadie. Siendo consciente que no tengo más que la posibilidad de financiar –y a duras penas– el kit de los míos y el propio, siento, al empezar y concluir esta columna, que estoy viviendo y siendo parte de una horrible verdad.