Año Cero

La rebelión de los hijos

Esta generación, la de los millennials, está saliendo a las calles tratando de recuperar el primer derecho que tienen: un espacio físico donde se les permita vivir.

Escrito está que la rebelión de los hijos, en todo tiempo, le toca a todas las generaciones. Y esto es porque todo ser humano que en sus primeros años de vida aprende a identificarse a sí mismo, a tocarse y a conocer los límites de su propia geografía, después se ve descubierto en el mismo proceso hasta que uno tiene la suerte de, primero, reconocerse, y, segundo –si ha tenido suerte y lo ha hecho bien–, de gustarse.

Todo el mundo se ha rebelado contra sus padres. Las razones han sido para la confirmación de la personalidad en forma de derecho a viajar, a la sexualidad y al derecho inalienable y constitucional de equivocarse. Sin embargo, esta es la primera vez que asistimos a una rebelión de los hijos que no tiene que ver con los espacios de sus libertades o con nuestra comprensión frente al asentamiento de sus personalidades. En esta ocasión nuestros hijos se rebelan y nos dicen no que les impedimos ser de una manera, sino que sencillamente nuestra mala gestión, nuestra debilidad, nuestra cobardía y quiero creer que no maldad –porque pienso que deberían tener más maldad y menos debilidad y cobardía– les han destruido el lugar donde tendrán que vivir, crecer y, si es posible, reproducirse.

Es la primera rebelión no contra los códigos o las normas de la granja, sino que, parafraseando a George Orwell, nuestra familia y los animales representan la primera rebelión contra la desaparición de la granja. Nos quedamos viejos, los traicionamos y nos conformamos con ser la generación que seguramente ha tenido las mayores seguridades y la mejor calidad de vida. Ellos jamás podrán soñar con una pensión ni contarán con un Estado protector que los cuide y vele por su salud. El viagra podrá estar en el aire o en el agua, pero ya no estará en los planes de atención social como nos tocó a nuestra generación.

Mi generación, los que entregamos y terminamos de destruir el planeta Tierra, tuvimos la posibilidad de jubilarnos a los cincuenta y cinco años; seguir sexualmente activos hasta el final de nuestros días y jugar golf hasta los ochenta años. Fuimos y somos los autores de una irresponsabilidad que excede la posibilidad de explicar lo que se pudo o no se pudo hacer, porque al final lo que le estamos entregando a nuestros hijos es un planeta destruido.

La rebelión de nuestros hijos no es contra los gobiernos, es contra nosotros. Hay una figura jurídica presente en todos los derechos del mundo que se llama el pródigo. El pródigo es aquel que no es capaz de mantener el patrimonio en detrimento de su propia familia y quitándoles a los hijos unas posiciones que garantizan el milagro de la vida y que consisten en poder seguir hacia adelante. Dicho esto, todos somos padres pródigos.

Los pleitos existen para que uno no le entregue todo a la amante o se dedique a gastar el patrimonio familiar en hacerse operaciones estéticas de todo tipo. Sin embargo, todo eso carece de toda importancia frente a lo que significa haber derrochado el oxígeno. Nada justifica haber convertido a nuestros hijos en muertos vivientes, ni que el sol que los acompaña diariamente los queme con cada rayo que les transmite, en un planeta que en los próximos cincuenta años sufrirá cambios drásticos debido a la crisis climática que atravesamos.

Esta rebelión silenciosa y doméstica de nuestros hijos que está representada por una adolescente sueca llamada Greta Thunberg, es una rebelión que lo que más sorprende es el hecho de que haya tardado tanto tiempo en darse. Ojalá fuera un problema de libertades, un problema de ideología o un problema de preferencias sexuales, aunque todo esto ya lo resolvimos. Me gustaría que sólo fuera un problema del tipo de gobierno o que se resolviera con la eliminación de las clases políticas. Sin embargo, el precio de solucionar el problema de la falta de libertades individuales y de las cuestiones políticas fue aniquilar el planeta. Simplemente les fallamos.

Por eso ahora nuestros hijos –imposibilitados de que cuenten con cualquier seguridad por parte del Estado– están condenados a ser pobres vaqueros que caminan por el salvaje Oeste teniendo por caballo su talento y por pistolas su capacidad de organizar su creatividad y sin ningún desierto al cual llegar. Es un problema de responsabilidad colectiva que todavía no se manifiesta contra nosotros, pero que más pronto que tarde tendrá que exteriorizarse. Porque lo que hemos hecho no sólo ha sido robarles la ilusión, ni dilapidar el patrimonio ni darles las garantías mínimas de que su vida no será tan inferior a la que tuvimos nosotros. Encima de eso, hemos destruido el planeta sobre el cual plantan sus pies.

Espero y deseo que no terminen las manifestaciones, pero que no sólo manifiesten y protesten en las calles, sino también en sus casas. Asimismo, espero que las nuevas generaciones creen una incomodidad tal de vida que nos obligue a nosotros, los padres irresponsables, a empezar a pagar nuestra parte de la factura. Puesto que a fin de cuentas todo pasó mientras nosotros éramos los protagonistas, ha llegado el momento de hacernos cargo de las consecuencias de nuestros actos.

Cuando lo que falla es un régimen o una forma de gobernar, la solución es sencilla. Cuando una sociedad rompe o abusa de otra parte de esta, también tiene una respuesta fácil. El problema es que aquí está fallando la base. El problema es que a partir de aquí hay que construir la vida sobre los restos de un naufragio que significa el derecho al sol y el derecho al aire.

Bienvenida y bendita sea la rebelión de los hijos contra los padres. Esta generación, la de los millennials, está saliendo a las calles tratando de recuperar el primer derecho que tienen, que es poder llegar a tener un espacio físico donde se les permita vivir y en esa reclamación nunca podremos olvidar que nosotros somos verdugos y víctimas. Qué duro siempre es ser hijo y qué vergüenza hoy es ser padre.

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