Año Cero

La revolución del hambre

Después de Trump, la sociedad estadounidense tendrá que recuperar una escala de valores y un papel en el mundo que aparece desdibujado.

Después de más de treinta años de vivir y conocer muy bien la ciudad de Nueva York, he de reconocer que aún no supero lo que significa el tener que caminar por las principales avenidas –incluidas la Quinta Avenida y la Avenida Madison– con los principales comercios del mundo protegidos. Esos comercios que algún día fueron ejemplo del desarrollo económico y material más importante del mundo, actualmente han tenido que ser protegidos por planchas de madera ya que ni la estructura, ni el autocontrol, ni la policía ni –por lo que se ve – el propio ejército ha estado en condiciones para garantizar su conservación. Y es que después del levantamiento surgido tras el asesinato de George Floyd, en Minnesota, que se tradujo en la ocupación de las calles con el movimiento Black Lives

Matter como principal elemento de reivindicación colectiva, tanto los comercios como las calles de Estados Unidos han estado en un constante sentido de peligro e incertidumbre.

Más allá de las políticas temporales, de los escándalos y de las personalidades de cada uno de los contendientes en esta aparente eterna campaña electoral, sin fin previsible. Por encima de los miedos contenidos tras el ataque de un enemigo silente que es el Covid-19 y que te va matando sin saber muy bien cómo defenderte de él, ciudad a ciudad vamos viendo cómo –formando parte de un ejército de espectros donde el uso de las mascarillas es obligatorio y que nos ha hecho perder las características principales de nuestra identidad– todo va cambiando. Pero la llegada de este cambio sustancial ha traído consigo la necesidad de ver realmente las consecuencias y todo lo que esta crisis –más allá del conteo de las víctimas–ha provocado desde el punto de vista económico y social.

Desde sus orígenes, el racismo ha formado parte de la historia de Estados Unidos. Este fenómeno no sólo ha causado grandes estragos sociales en el país, sino que además ha sido una mancha en su Constitución y en la estructura moral de la nación. Aunado a ello la esclavitud fue también la gran mancha y, en gran sentido, el motor que garantizó el entendimiento de las dos partes del país cuando Abraham Lincoln logró la victoria en la Guerra de Secesión, consiguiendo a su vez terminar con esta práctica inhumana en plena guerra civil. Pero a diferencia de la esclavitud, el racismo nunca desapareció. Forma parte de la esencia estadounidense. Y la gran pregunta que seguía pendiente por contestar era si después de haber tenido un Presidente afroamericano la situación cambiaría o si bien simplemente se habría tratado de un paréntesis en su historia y sólo una nota sobre el cambio de color en el ocupante de la Casa Blanca.

Dada la reacción que se tuvo después de la presidencia de Barack Obama, da la impresión de que uno de los elementos subconscientes en la elección de Donald Trump fue precisamente la recuperación de esos signos malignos de identidad que significan el hecho de ser un país profundamente racista. Eso no ha cambiado y desde luego el problema que se abre es –junto con la violencia y la falta de respeto hacia entramado legal– lo que explica cómo es que hemos llegado hasta esta situación.

A partir del 11 de septiembre de 2001 el mundo cambió de manera irreversible. El subconsciente colectivo nunca podrá olvidar lo que significó por primera vez ser testigos en directo, por medio de las transmisiones televisivas, de un ataque de esa magnitud. El atentado contra las Torres Gemelas fue un ataque que se dio en el doble sentido, en el sentido físico, por el número de víctimas causadas y la forma en la que se llevó a cabo, y en el sentido simbólico, en cuanto al desafío y la provocación del fin del concepto y la seguridad misma de Estados Unidos. Después de este suceso se desencadenaron todo tipo de crisis, desde las fallidas invasiones de Irak y Afganistán hasta la crisis económica y financiera que tuvo lugar en 2008.

Como consecuencia de la crisis de 2008, se calcula que entre ocho y diez millones de estadounidenses dejaron de pertenecer a la clase media. Personas que, entre otras cosas, también perdieron sus hipotecas y sus casas. Fue una crisis sangrienta que se extendió por todo el mundo y que, después de doce años, se puede decir que se trató de un crimen sin castigo. Tal vez por eso ahora la crisis actual y lo que se avecina a raíz de ella tiene estos comportamientos colectivos que –en mi opinión– tienen características que podrían permitir denominarse como una revolución del hambre.

De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, sólo en este año la economía global perderá alrededor de nueve billones de dólares como consecuencia de la pandemia por el Covid-19. Y esto sólo es el comienzo. Si uno mira bien las cifras de la crisis de 2008 y las compara con la crisis actual, no hay siquiera un punto con el que se pueda medir las consecuencias de la crisis que estamos viviendo. Con excepción a lo que supone la acumulación de millones de personas a lo largo del mundo –pero sobre todo en Estados Unidos– que dependerán de la ayuda del Estado, todo es diferente y el panorama dista de lo esperanzador. Cerca de 29 millones de estadounidenses perderán su empleo a raíz de la pandemia, cifra más de tres veces mayor con respecto a lo sucedido en 2008. Esto coloca a los estadounidenses bajo el amparo de un Estado que proporcionará su ayuda mientras la pueda y quiera dar. Un Estado que hasta el New Deal, promovido por Franklin Delano Roosevelt, nunca se había caracterizado por ser solidario ni por buscar garantizar el desarrollo y la subsistencia de su población más vulnerable.

Desde el New Deal han pasado muchas cosas y la realidad económica de la actualidad es muy diferente a ese momento. Es más, me niego a aceptar la repercusión tan brutal que señalan las estadísticas de la crisis ya que, entre otras cosas, no pierdo de vista que la economía moderna dista de ser como era la economía en el año 2008 o, por supuesto, la que era en 1929. Pero con independencia de la reacción, lo que es importante es saber que Estados Unidos está sumergido –en mi opinión– en un proceso en el que está redefiniendo los signos más importantes de tradición y de conformación de su estructura social.

Estados Unidos ha pasado de ser un país que ganaba las guerras contra los autoritarismos –siendo su último triunfo la Segunda Guerra Mundial– a ser una nación donde el hecho de que el presidente mienta constantemente, simplemente carece de importancia. Y subrayo la importancia de esto porque es necesario tener en cuenta que a un presidente llamado Richard Nixon, sus mentiras fueron las que lo llevaron a perder su puesto en el Despacho Oval, en el año 1974.

Estados Unidos ha cambiado significativamente en muchos sentidos y el mundo lo ha hecho junto a ellos. Pero más allá del hecho de que por primera vez los estadounidenses tienen enfrente a un rival de la dimensión, estructura y fortaleza como China, en el mapa geoestratégico global las zonas de dominio estadounidense se encuentran en una situación grave, derivada de la crisis interna de valores que sufre la sociedad de Estados Unidos. Una sociedad en la que el crédito, el ahorro y la hipoteca marcaban el signo más importante de identidad de lo que era el desarrollo social y colectivo ha pasado a ser una sociedad de gran consumo, con poca cobertura y lo que es más importante, ocupada mayormente en el sector servicios, el cual cuenta con poca estructura industrial. A pesar de ello, afortunadamente Estados Unidos continúa con una fuerte presencia y preparación en el sector agrícola.

En la actualidad, la hegemonía estadounidense sigue basada en ser la primera potencia militar del orbe. Las cerca de ochocientas instalaciones militares alrededor del mundo hacen que Estados Unidos parezca una representación moderna de lo que en su momento fue el Imperio romano. Además, el tener no sólo el control de la fuerza sino también –en competición con China– el dominio más importante de lo que es el desarrollo tecnológico, da una cierta ventaja geoestratégica a los estadounidenses. Asimismo, no se puede olvidar la hegemonía financiera que aún mantiene sobre el mundo y que le otorga una posición muy importante. Pero todo eso carece de valor si los liderazgos no tienen contenidos ni correspondencias, primero, de sustento social interno, y segundo, de coherencia en términos de su comportamiento.

Hace unos meses elegir a Donald Trump o a Joe Biden era un factor decisivo. Hoy lo es más que entonces. Pero hay que ser conscientes de que la gravedad y la profundidad de la crisis estadounidense en primer lugar coloca –desde mi punto de vista– una posición muy difícil de superar por Trump. Aunque si algo ha demostrado este presidente es que es capaz de lograr lo imposible. Pero en segundo lugar, sea Biden o Trump, lo que esta situación pone en evidencia es que el siguiente presidente de Estados Unidos tendrá que llevar a cabo una revolución. Sobre todo porque o la llevan a cabo ellos y con ello logran sentar las bases de un país más solidario, recuperando la hegemonía moral de su nación o, por el contrario, será la revolución la que termine de destruir lo que queda de la importancia y la responsabilidad social de la gran república del norte.

Trump es muy significativo y simbólico, pero la crisis ya se lo comió. La crisis estadounidense es superior, aunque no por eso deja de ser clave el hecho de quién será quien lidere la administración y se convierta en el próximo presidente de la nación. Al final del día, con Trump o sin él, la sociedad estadounidense perderá o logrará fortalecer dos de sus modelos: el modelo unipersonal, o bien, el modelo estructural. Antes del actual presidente estadounidense, Estados Unidos era un país donde la tradición y la coherencia, tanto moral como legal, eran más importantes que el personalismo de su presidente. Después de Trump, la sociedad estadounidense, con tal de no ser destruida por una insurrección social interna, una revolución del hambre, no solamente tendrá que hacer un acuerdo consigo misma y con sus desbalances sociales, sino que, sobre todo, tendrá que recuperar una escala de valores y un papel en el mundo que después de esta presidencia aparece como desdibujado y –en muchos sentidos– traicionado.

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