Año Cero

Morir en Zara

Lo primero que se hizo al levantar algunas restricciones fue olvidar el dolor acumulado de un mundo que se niega a desaparecer, pero que no es capaz de hacer nada por seguir vivo.

La Tierra lleva existiendo más de cuatro mil quinientos millones de años y saber cuántos dueños de la creación –es decir, humanos– han pisado este mundo, resulta imposible. Imposible saber cuántas victorias y derrotas ha habido en la historia, así como saber –más allá de lo que dicen los libros sobre que estamos compuestos de espíritu y cuerpo– qué es lo que verdaderamente somos. Pero la verdadera pregunta es: ¿los humanos alguna vez aprenderemos la lección que el mundo nos está tratando de enseñar? En realidad, ¿se ha vulnerado la ley sagrada que decía "manos para robar, sexo para procrear y Dios para perdonar"? Después de lo vivido, la pandemia permitió un respiro. Pero todo el mundo que lee y que sabe, no podrá olvidar que la gripe española –seguramente el antecedente más cercano a lo que estamos viviendo– golpeó en la primera oleada, pero en la segunda asoló y destruyó.

Poco a poco, los confinamientos se han ido levantando en algunas partes del mundo. El pueblo, poco a poco, va recuperando su libertad. En algún punto se emitieron las debidas recomendaciones. Pero también llegó el momento en el que el mundo recordó que, si no empezábamos a trabajar, serían más los estragos del hambre y de la necesidad que las muertes que el Covid-19 pudiera causar. Nos explicaron que debíamos respetar las reglas, que debíamos conservar la sana distancia y hacer uso en todo momento de cubrebocas. Que no habría multiplicación ni de panes ni de peces y que cambiaría el uso de los espacios, marcando nuestras vidas. Pero, ¿con qué se encuentra uno? Con escenas como las de las fiestas y los bailes del barrio de Malasaña en Madrid. Pero, sobre todo, con una imagen que en lo personal fue la que más me conmovió y que por una parte me permitió saber que siempre estaremos aquí, que todo lo que existe es para nosotros, pero que, por otra parte –como está escrito en el libro de libros–, una vez más comprobamos que nunca merecimos lo que se nos dio.

Una cola sin respetar la sana distancia. Zara. Era la gran convocatoria y lo primero que se hacía tras levantar la imposición de multas ante el tránsito no permitido era formar una fila para intentar acceder al establecimiento. Pero, ¿qué es lo que tiene el consumo directamente relacionado con el uso de nuestra libertad? El deseo de contar con lo que no tenemos o creemos que nos hace falta. ¿Para qué haber gastado tanto en pruebas, ventiladores, millones de cubrebocas, guantes y de trajes asépticos, si al final nos iríamos a morir a las puertas de Zara?

Esto sucedió en Francia, pero en los demás países usted cambie el nombre del establecimiento y observe el comportamiento de las personas tras tener el primero pero breve respiro de libertad. Después de hacerlo y cuando se decida poner a criticar, llorar, escribir o a reclamarle al gobierno, piense en usted. Piense en qué necesita. Piense en qué se sustenta su libertad y su vida. Piense en lo que quiere. Porque si al final la conservación de su vida está sustentada en comprarse algo en una tienda Zara, entonces será muy difícil contrarrestar los datos. Esos datos que dictan un mundo fantasma lleno de aeropuertos con aviones sin pasajeros, testigo de calles y centros comerciales vacíos y abandonados, y todo por culpa de un pobre virus. Un virus que, al final, pareciera que disfruta ponernos en fila para esperar comprar algo, ya que de esa manera nos pueda matar sin ningún problema.

¿Cómo será capaz de defendernos un Estado en una situación así? Si continuamos comportándonos de esta manera, ¿cómo nos protegerán los médicos? ¿Cómo podremos evitar que se siga perdiendo la vida? La OMS todavía no hace pública su segunda estimación sobre los efectos de la pandemia. No lo ha hecho porque, por una parte, teme que cuando la haga, otra potencia como Estados Unidos le corte la subvención. Y, por otra parte, porque en este caso la comunidad científica del mundo no está segura de nada.

Mientras esperamos el anticuerpo, la vacuna y la solución, considero que es importante observarnos y ver qué es lo que estamos haciendo. Ya que después de tanta muerte, de tanta soledad, de tanta pérdida y del hundimiento de nuestras economías, lo primero que hacemos en cuanto nos dan rienda suelta, es exponernos al peligro. Sin ningún tipo de consideración ni contemplación nos ponemos en riesgo ya sea por el gusto de tomarnos una copa, por exclamar '¡viva la libertad!', o bien por comprarnos un top en una tienda de moda.

Es imposible saber cuánto dolor hay acumulado tras lo ocurrido. Pero llegará el día en el que podamos relatar lo más relevante de esta situación, que es la relación que tenemos con la muerte. De la historia reciente, siempre me fascinó la relación que México mantiene con la muerte. Siempre admiré cómo frente a los conquistadores con sus caballos, sus cañones y sus espadas, los mexicanos siempre tuvieron un bien superior que fue el manejo de su relación con la muerte. A los conquistadores, a los blancos, la muerte les asusta. A los mexicanos, a la muerte la invitan a cenar cada día. Sin embargo, si de algo ha servido esta epidemia es para plantear nuestra relación como humanidad con la muerte.

Todos crecimos con la idea de que, aunque nacimos y morimos solos, nuestro principio y nuestro final siempre los pasaríamos acompañados por los nuestros. El Covid-19 mató esta idea. Hoy morimos solos. Y hacerlo resulta muy sencillo. Desde la primera tos, el primer malestar y la presencia de los primeros síntomas, nos meten en un cuarto o cama y la siguiente escena de nuestra vida se convierte en una llamada diciendo que todo se ha acabado, que simplemente vamos a morir. Nadie nos podrá ver ni nos podrá despedir. Será como si nunca hubiéramos existido.

Da lo mismo morir en Zara o morir en cualquier otro establecimiento, lo que importa es la larga cola y lo que significa el olvido –ya sea por un top, una playera, un traje o una rebaja– del dolor acumulado de un mundo que se niega a desaparecer, pero que no es capaz de hacer nada por seguir vivo.

A golpe de emoción y queriendo hacer bien las cosas, nos encerraron. A golpe de necesidad y buscando hacer lo correcto parece que, poco a poco, nos irán abriendo las puertas hacia una vida productiva, mas no de normalidad. Hasta aquí lo más importante de esta experiencia –sobre la que todo mundo estamos de acuerdo que no ha hecho más que empezar– es, en primer lugar, la reflexión sobre en qué hemos invertido los recursos para contar con estudios científicos que prevengan, preparen y eviten una situación como la actual. ¿Por qué no terminamos de gastar el dinero en aquello que nos podría mantener con vida al llegar a un caso como el de ahora? En segundo lugar –como he mencionado anteriormente–, esta experiencia ha hecho necesaria la reflexión sobre el ritual de la muerte y cómo este está sufriendo un cambio del que tarde o temprano habrá que sacar conclusiones.

Morir en soledad puede ser la consecuencia de un hecho puntual –como es la evasión de los contagios–, pero también puede significar el resumen final de una estructura de vida donde, en el fondo, nos hemos dedicado a vivir y morir solos en compañía.

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