Año Cero

Perder el miedo

Ha llegado el momento de reinventarnos bajo otros supuestos, y para eso es para lo que hay que vencer el miedo.

El primer confinamiento, el primer símbolo del terror, el primer uso masivo de ese bien colectivo llamado esperanza, trajo curiosidad y temor. De igual manera, este encierro trajo ganas de querer creer que alguien en algún lugar sabía lo que estaba haciendo. Pero, empezando por lavarnos las manos como locos y ponernos el cubrebocas en todo momento, terminamos encerrándonos y repentinamente nuestra presencia desapareció de la faz de la Tierra. Hasta este momento, toda nuestra preocupación radicaba en no contagiarnos de Covid-19. ¿Para qué o cómo venceremos el Covid-19? Porque a estas alturas quien no haya comprendido que es casi imposible no contagiarse y que el virus –al igual que el amor– está en el aire, se encuentra en una posición desfavorable. Más allá de la facilidad de contagio, si algo hemos aprendido de todo esto es que la verdadera batalla tiene que ver con la cultura, con los medios, con el dinero y con la capacidad de conocimiento que cada uno tenga al momento de plantarle la cara a este bicho que ha cambiado con todo lo que conocíamos hasta aquí.

Al principio de su manifestación, el Covid-19 empezó a hacer una cierta labor de limpieza étnica. Iniciando por los de mayor edad –y escribo esto formando parte del grupo que, según las estadísticas, primero se muere– el coronavirus ha ido eliminando poco a poco los eslabones supuestamente más débiles de la sociedad. Y es que no sólo se ha conformado por atacar al sector de mayor edad, sino que también este virus tiene, por decirlo de alguna manera, un espíritu de clase social. Por ejemplo, primero mató a los pobres, a los incultos, a los que les hacían caso a los gobernantes y quienes podían creer que estos sabían lo que estaban haciendo y que supuestamente entendían lo que estaba pasando. Después, el pueblo hizo todo lo que una sociedad bien gobernada debe de hacer, que es tomar medidas al respecto, en este caso en forma de ibuprofeno, esperar ilusamente que las medicinas tengan un efecto positivo, asistir a la sala de emergencias con falta de oxígeno para que, finalmente, su vida llegara a su fin siete días más tarde. Y es que tristemente la realidad es que a un gran porcentaje de los muertos les detectaron que tenían Covid-19 hasta después de estar muertos.

El temor o el miedo, al igual que la esperanza, forma parte del DNA de todos los humanos. Pero cuando verdaderamente saca lo peor de sí es cuando éste se utiliza al momento de gobernar o ser gobernados. Frente a una situación en la que cuando miramos alrededor lo único que recibimos son noticias cada vez más preocupantes, ¿por qué habríamos de perder el miedo genérico? Perder el miedo es una cosa muy importante en la vida. Tenemos miedo a todo: a la oscuridad, a los demonios, a los sonidos, a los truenos, al fracaso y ahora tenemos un nuevo miedo. El miedo a vivir sabiendo que verdaderamente nadie sabe qué es lo que vendrá después. Cuando uno se mira en el espejo, cuando a uno ya se le acabó la cuenta corriente de la esperanza y de la fe, y cuando a uno ya no se le puede argumentar que no tiene tiempo para pasar con la familia, en ese momento es cuando la realidad sale a flote. Y es que ahora, entre el deseo de poder correr, salir y querer desaparecer, si hay algo que nos sobra es tiempo.

¿Cuánta capacidad de equivocación tenemos los seres humanos? La respuesta es sencilla: infinita e inimaginable. Ya lo decía Albert Einstein: "existen dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana", y eso que el científico alemán admitió que no le constaba la existencia del Universo. Y es que por más que pase el tiempo y evolucionemos, aún no se ha inventado una manera de medir la estupidez humana. Muestra de ello ahora observe lo que está sucediendo con el segundo confinamiento. En un país con tecnología, orden y disciplina como Israel, la gente se está suicidando. ¿Por qué? No es debido al encierro –que ya resulta una prueba insoportable por sí misma–, sino porque las personas ya son conscientes de que cuando sean parcial o totalmente libres, no tendrán ningún lugar a dónde ir. Esto sucede porque ya sabemos que, pese a todo, el milagro no funcionó. Nunca llegó la vara mágica, ni el país salvador ni el gobernante con capa de héroe que nos salvara de este problema, un problema que mata de muchas maneras. Mata porque no existe un lugar al cual ir ni en dónde refugiarnos. Mata porque, además, se ha comido todos nuestros ahorros y sobre todo cuando más difícil se pone el camino. Mata porque entre toses, dolores y en medio del fracaso del sistema, no hay nadie que en este momento pueda garantizar que, si te enfermas, serás cuidado y curado en un hospital. Y es que una vez ingresado en el hospital, muy probablemente el siguiente contacto que tendrás con tus seres queridos será cuando el hospital te entregue en una urna.

Hay que perder el miedo y hay que aprender a vivir con la ausencia total de dirección en la política, en la sanidad o en la economía. Y es que realmente ha llegado el momento de regresar al origen, el cual puede ser encontrado en la fe, el espíritu y en la capacidad de imaginar que, si esta es la consecuencia de la evolución humana, entonces es fácil entender que todo se destruya tan fácilmente como la vida misma. Si toda esta situación no tiene un toque divino y si no goza de un toque superior, lo único que nos espera es vivir eternamente prisioneros del miedo. Naturalmente, el presidente de Estados Unidos puede tener a su disposición un coctel de antivirales y medicamentos que en cuarenta y ocho horas le permitan pasar de ser un enfermo positivo de Covid-19, a, cuatro días después, poder volver a la Casa Blanca para continuar con sus funciones. No todos tenemos esa oportunidad, al contrario, la tienen muy pocos. Por eso, el gran problema y para lo que hay que tener valor ante esta situación es para saber que después de todo esto hay esperanza y hay vida.

París sin noche. Madrid sin día. Alemania volviendo a alcanzar cifras que no había tenido desde abril. En todas partes, menos en China, menos en Wuhan o menos en Shanghái, el recorrido y las imágenes lo dicen todo. El mundo está siendo caracterizado por las mascarillas y por las terribles consecuencias de esta era dominada, calificada y estigmatizada completamente por el enemigo que llamamos Covid-19.

Nadie sabe cómo será el mañana, pero sí sabemos cómo es hoy. Y hoy, una vez que ya nos sacaron, que no se atreven a volvernos a encerrar y cuando saben que ya no pueden imponernos el lavarnos las manos, la realidad es que nuestros gobernantes ya no tienen nada que hacer por nosotros ni nada que decirnos. Sobre todas las cosas tenemos que empezar a perder el miedo a lo que significa vivir en la oscuridad de nosotros mismos.

De todas las cosas que ha hecho el Covid-19, la peor ha sido acabar con nuestros tiempos. Nos ha dado todo el tiempo del mundo y la oportunidad de que cada uno sea lo que quiera ser, sin embargo, no la hemos aprovechado. Esta también ha sido la primera vez en la que hemos tenido el tiempo suficiente para ver qué es lo que hemos hecho con nuestros hijos, pero, lo que es peor, les ha dado a nuestros hijos la oportunidad de ver qué es lo que ellos piensan hacer con nosotros en un futuro.

Mientras tanto, hemos adelantado muchos años en cuanto a la formación virtual de las generaciones. Y es que la formación presencial ha llegado a su fin. Ese descanso en forma de colegio en el cual cada mañana depositábamos a nuestros hijos y los recogíamos a mitad de día, ha sucumbido ante esta crisis. Ahora tenemos a nuestros hijos en casa y a través de una computadora se forman o se deforman, pero, eso sí, siempre pegados a nosotros, viéndonos la cara y recibiendo la única lección que es imposible superar y que no es la que se aprende por medio de los libros, sino aquella que les enseñamos a través del ejemplo.

Necesitamos tener la fortaleza para poder saber cómo reconstruiremos nuestra vida a partir de esta debacle general y para poder ver cuáles serán los restos del naufragio. Y, en medio de todo, tendremos que ver qué sueños serán imposibles de realizar, qué cosas ya no tendremos y cuáles sí podremos tener. Por eso, la primera asignatura en esta batalla es vencer el miedo que la misma situación está provocando. Y la segunda –que es muy importante– es saber que, si nosotros no hacemos nada por reconstruir nuestras vidas, nadie lo hará. Por más que queramos, los sueños del pasado se quedarán siendo eso: sueños.

Pierda el miedo. Recupere la fe. Piense que por lo menos ellos se podrán escapar. Sin embargo, nosotros, la generación triunfadora, la del internet y la de las libertades sexuales y sociales, poco a poco vamos muriendo a manos de un bicho llamado Covid-19. Un bicho que, encima de todo, ni siquiera trae consigo ninguna satisfacción como en algún tiempo lo hicieron otros bichos. Ha llegado el momento de reinventarnos bajo otros supuestos. Y para eso es para lo que hay que vencer el miedo.

COLUMNAS ANTERIORES

El poder no debe nada
¿Habrá elecciones?

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.