Año Cero

Perdonando a Trump

Entender el viaje de López Obrador a Washington en términos políticos es un error; entenderlo en cuestiones sociales, también lo es. El pasado 8 de julio México perdonó a Estados Unidos.

La muerte física de los organismos vivos tiene distintas manifestaciones, pero, en sí misma, la muerte es venenosa. En algún momento Gabriel García Márquez dijo que "lo único malo de la muerte es que es para siempre", pero un elemento que hace todavía más peligroso a este suceso inevitable es una toxina llamada botulina, misma que se produce en el momento que el cuerpo deja de tener vida y que además se puede transmitir a cuerpos vivos, teniendo un efecto letal y mortífero. A este tipo de envenenamiento se le conoce como botulismo.

En política lo más difícil es saber cuándo empezó el botulismo o, peor aún, cuándo este envenenamiento está en un político y en cuerpo presente. Pero, en el ámbito político, ¿qué es lo que anuncia el hedor a muerte? Y lo planteo porque, no nos engañemos, la política sirve para manejar el poder y el verdadero poder lo otorga la capacidad de administrar el miedo, el temor, las estadísticas y la fuerza del Estado contra los demás. Aunque naturalmente el poder siempre sea utilizado en nombre de los demás y para –teóricamente– defender a las sociedades, la realidad es que los pueblos de quien verdaderamente se tienen que defender es de sus gobernantes. Pero esas cosas no se explican, ya que se dan por entendidas. La capacidad de ignorancia y de candidez tiene un límite: los seres humanos. Y ese límite tiene que ser respetado.

¿Qué fue lo que sucedió la tarde del pasado 8 de julio en Washington, D.C.? Además de paz, concordia, entendimiento y del reconocimiento emitido a los grandes líderes, ¿cuál era el hedor que transitaba en las calles de la capital estadounidense? Abraham Lincoln fue un hombre que naturalmente no era perfecto. Es más, las crónicas de la época hablan de su imperfección, así como de sus graves alteraciones del carácter.

Pero llegó un momento en el que, después de muchas circunstancias, Lincoln centró toda su vida y energía en el objetivo de preservar la unión a toda costa. Como él mismo dijo en su discurso de Gettysburg, la Guerra Civil no fue para acabar con la esclavitud, sino que, principalmente, fue para mantener la unión de Estados Unidos de América. Otra cosa es que una condición sine qua non para ganar esa guerra fuera liberar a los más de un millón trescientos mil esclavos que había en ese momento en Estados Unidos. Unos esclavos que bien armados y que, bajo el trato cruel e injusto por parte de sus amos, se hubieran podido poner a defender el sur del país.

La semana pasada, el presidente López Obrador montó una guardia en el mismo sitio donde otro soñador como lo fue el propio Martin Luther King tuvo un sueño, el simbólico monumento a Lincoln. Tanto Luther King como Lincoln tuvieron un sueño del cual George Floyd y el movimiento Black Lives Matter son evidencia de que éste sigue sin ser cumplido. Y es que la realidad es que los blancos y los negros no son iguales, entre otras cosas porque en el fondo nadie quiere que eso pase. Pero esta negación ha provocado que Estados Unidos se encuentre en un camino de confrontación irreversible. Después de la visita al monumento de Lincoln y de colocar las respectivas ofrendas florales, el presidente mexicano se fue a postrar delante del Benemérito de las Américas y –una vez más, como sucedió en el prólogo de su visita a la Casa Blanca– en la cabeza de López Obrador retumbó –supongo– que el respeto al derecho ajeno es la garantía de la paz. Ya en paz, el líder mexicano se fue a encerrar con Donald Trump.

Trump tiene una fijación con México. Por muy oportunista y por mucho que el presidente estadounidense desconozca al Trump que se presentó a la elección del año 2016, es necesario reconocer que México es una parte troncal de sus sentimientos en política. Cuando en 2015 oí la declaración de Trump sobre que nuestro pueblo sólo enviaba a Estados Unidos drogas, crimen y violadores, pensé que la sociedad estadounidense se iría en contra de él y lo aplastaría, ya que este no sólo era un comentario racista, sino también peligroso. Qué ingenuidad de mi parte.

Después de más de treinta años viviendo en la república del Norte me resulta difícil no ver a un paisano nuestro en cada doorman, handyman, babysitter o chef que me encuentro. Paisanos a los que –poniendo en riesgo tanto a su persona como a sus familiares– Trump simplemente decidió catalogarlos como asesinos, violadores y narcotraficantes. En contra de lo que yo pensaba –y reconozco que en ese momento no sabía nada sobre el país en el que estaba viviendo– el odio contra los mexicanos fue la canalización del fracaso, la violencia y el sentimiento de frustración latente de los ciudadanos del que un día fue el país más importante del planeta llamado Estados Unidos de América.

En 2016 Trump perdió el voto popular, pero se consolidó como presidente ganando el voto electoral. Más adelante hizo el muro, una parte la construyó con cemento y aluminio, mientras que la otra parte fue hecha a base de una Guardia Nacional. Y al final, Trump ha ido cumpliendo todo lo que venía diciendo desde que estaba en campaña. Ha masacrado el orden internacional, ha destruido el equilibrio militar, ha reducido a una simple caratula al Departamento de Estado, también ha ofendido al Departamento de Defensa y se ha reído de los servicios de inteligencia. Incluso, el presidente estadounidense ha amenazado con perdonar a sus colegas y socios por las barbaridades comerciales como las atrocidades sexuales que han cometido. Pues bueno, ese mismo Trump es el que hace menos de una semana le dio la bienvenida al Despacho Oval al presidente de la cuarta transformación.

¿Qué fue lo mejor que pasó en la gira del pasado miércoles? Que salvo por la interpretación necesaria que tenemos que hacer sobre el valor que tuvo el presidente López Obrador, de recordarle a su homólogo estadounidense sobre que México no era una colonia, por un lapso de veinticuatro horas no hubo ningún tipo de ofensa directa hacia los mexicanos. Aparte de lo mencionado y del hecho de que los mexicanos nunca se sentirían como parte de una colonia, ese día las relaciones y los diálogos fueron cordiales e incluso con un bate en la mano de cada presidente.

Después de ese viaje, ¿qué es lo que puede llegar a pasar? Algo muy sencillo: la lógica de ese viaje y la excesiva cantidad de amor derramada imponen que Trump gane las elecciones del próximo noviembre. Es más, es una petición de voto indirecta hacia nuestros connacionales, ya que, si Trump no llegase a ganar la elección, Joe Biden nos incluiría –junto con los sindicatos– como miembros de la lista de sus enemigos favoritos. Además, en caso de ganar, el hipotético presidente Biden contaría con una certeza que el mismo Trump le ha enseñado, que es que al pueblo de México le gusta que lo torturen.

¿Qué es lo que podría salir mal? Si Trump gana, nada. En caso de que esto suceda, ¿qué es lo que nos dará el ahora presidente de Estados Unidos? Espero que no sea la electrificación del muro. ¿Era necesario hacer esa visita por parte del presidente mexicano? Sin duda. Pero que quede claro, dos no se pelean si uno no quiere. Y es que la verdadera demostración del poder y de la fuerza es el otorgamiento del perdón.

Entender el viaje realizado por el presidente López Obrador en términos políticos es un error. Entenderlo en cuestiones sociales, también lo es. Comprenderlo en términos económicos es indispensable, ya que los aguacates y todos los productos que se comercializan entre ambos países son elementos imposibles de omitir. Pero, más allá de lo comercial, es necesario entender la visita en términos más profundos y bajo una verdad inmutable. No en condiciones religiosas, sino eternas. Con el presidente López Obrador como artífice principal de lo sucedido, el pasado 8 de julio México perdonó a Estados Unidos de Donald Trump.

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