Año Cero

Revoluciones, ocurrencias, ignorancias

En medio de la crisis por el Covid-19 la postura del presidente se aclara: su compromiso es con su gente, con sus votos, ya que como él siempre dice “los pobres van primero”.

Érase una vez México. Me parece muy importante que en la historia, no en el armario de nuestra existencia ni en el baúl de los recuerdos, sino en la historia viva del pueblo que somos, rescatemos un hecho que se ha repetido con mayor frecuencia que en otros países de la región y que otras naciones alrededor del planeta. Este es que a lo largo de su historia, México siempre ha necesitado ilusiones para vivir como país. Sueños imposibles y la certeza –considerando la dureza con la que ha tenido que subsistir su día a día– de que las cosas y las circunstancias siempre pueden mejorar.

Salvo en el caso del benemérito Juárez, todas las historias de las ilusiones nacionales normalmente acaban con la desaparición física y de manera violenta de los ilusionistas. No hay más que recordar el destino del Presidente que marcó el fin de la dictadura porfirista, Francisco Ignacio Madero, y la forma en la que éste terminó, y a manos de quién. Tampoco podemos dejar de recordar al siempre inadaptado, el revolucionario por excelencia y el soñador de todo tiempo que fue Emiliano Zapata. Hasta el mismo Pancho Villa –quien sabía los riesgos y que tenía esa sabiduría popular de quien viene de abajo, de las raíces– lo intentó. Sin caer en el sueño revolucionario ni convertirse en un referente, trató retirarse a Chihuahua y vivir su muy agitada vida personal en los confines de su granja. No fue posible. En El Parral, las balas también acabaron con el ilusionista Villa. En el fondo, el general Francisco Villa, más que ser un peligro militar o el creador de la División del Norte, era una referencia de la posibilidad que había de levantarse y construir una nueva realidad.

Venustiano Carranza, el padre, en el fondo, del constitucionalismo mexicano y el autor –en cierto sentido– de la Constitución de 1917, también acabó de manera violenta con su sueño. Un sueño que suponía que sobre o contra los caudillos, la Constitución y el derecho serían los elementos que regirían la voluntad del país.

Siempre hemos necesitado un sueño. Siempre hemos contado con un soñador que nos lo ha proporcionado. Casi siempre el soñador ha terminado mal y el sueño ha sido un pendiente interminable de nuestra historia. Actualmente nos encontramos en un momento de cambio universal de tal magnitud que la historia de la humanidad no tiene recuerdo similar. Tal vez por eso este es el tiempo de las revoluciones y de las ocurrencias. Sin embargo, este no puede ser el tiempo de las ignorancias. Al igual que todos contamos con una fecha de nacimiento, todas las personas llevamos dentro el sacar y explotar lo mejor de cada situación que se nos presente. Por eso, todo ese potencial que llevamos dentro debe estar alineado a la realización de lo posible, pero, sobre todo, debe ser una manera donde el deseo de mejorar no termine siendo un pasaporte que empeore la situación de los pueblos.

En el futuro inmediato se presentan grandes e importantes oportunidades. Nadie sabe cómo será el mundo a partir de este momento. Para mí, está claro que la primera víctima de la llamada pandemia del coronavirus –que, en el fondo, ese pequeño virus es el gran escultor del tiempo en el que vivimos, pero que lo peor es que también será el que dicte hacia dónde nos dirigiremos– será nuestro sistema de libertades individuales. Este cambio tendrá tanto impacto que nos colocará de manera casi indefensa en manos de nuestros Estados. Nosotros, los hijos del siglo XX, construimos sólo una parte de nuestra vida sobre la base de la movilidad. Los millennials no pueden siquiera imaginarse un mundo en el que la movilidad no sea accesible a golpe de viaje inmediato.

El éxito después de la Segunda Guerra Mundial, además de la consolidación de las libertades y la creación del welfare state, fue la creación de la llamada cultura del ocio. Ésta dio la posibilidad de ser libre en todas partes viviendo bajo el principio de "no dejen que se lo cuenten, vívalo". Tras esto, las fronteras cayeron. La Torre de Babel fue construida de nuevo y la desaparición de los límites fronterizos fue el elemento unificador de las culturas de norte a sur y de oriente a occidente. Pues bien, a partir de aquí me parece muy difícil que los pueblos sigan tan abiertos, sobre todo porque hemos llegado a un punto en el que esta crisis nos ha permitido ver el alcance exacto de nuestro fracaso.

Aunque no se diga, es necesario elegir. En medio de esta crisis, ¿a quién se va a elegir salvar? En el caso de México, la postura del Presidente es clara. Su compromiso es con su gente, con sus votos, ya que como él siempre dice "los pobres van primero". Se me podrá decir que ese es un fenómeno repetido en todo el mundo. Y es verdad. Lo que no resulta tan repetitivo es que para salvar a un porcentaje de la población, se estará desatendiendo o dejando a su suerte al resto. No se puede dejar a su suerte a más del cuarenta por ciento que –aproximadamente– compone la clase media mundial, que además es el elemento dinamizador de las economías modernas y que, en el caso de México, no es una excepción.

Es importante recordar que de todas las revoluciones que ha habido en el mundo, seguramente la más exitosa hasta este momento es la de Mao Tse-Tung y la revolución comunista de China. Hoy, el mundo está en manos del capitalismo del país comunista más grande de la Tierra. Pero es importante recomponer y recuperar la historia de la propia China. En 1949, Mao Tse-Tung triunfó y la Larga Marcha, la revolución y los veintidós años de guerra, concluyeron al entrar a la Ciudad Prohibida. De 1949 a 1966 el pueblo chino sufrió mucho, sobre todo por el desconocimiento y porque las aventuras de las potencias occidentales buscaban reconocer a los perdedores, más que al vencedor de esta guerra.

En 1965, Mao Tse-Tung cayó en la trampa de darse un último y definitivo homenaje, dándole un calambrazo a su pueblo a través de la llamada Revolución Cultural. Su mujer y la Banda de los Cuatro, le convencieron de que el aparato del Partido Comunista y el gobierno chino eran traidores frente a su mensaje y ante lo que había significado la Larga Marcha. Como respuesta, el Gran Timonel tomó la decisión de autorizar la puesta en marca de la Revolución Cultural.

Nunca sabremos con exactitud el número de muertos provocados por la Revolución Cultural china. Pero sí tenemos una idea aproximada de la destrucción del patrimonio histórico, pero sobre todo de la destrucción de la razón y del sentido de la responsabilidad que tuvieron los dirigentes chinos para administrar – bajo unas condiciones tan difíciles – una revolución que duró desde el año 1966 hasta el año 1976. El caso es que después de su éxito, Mao Tse-Tung permitió que se diera una vuelta de tuerca tan grande en su país que acabó suponiendo la eliminación de los dirigentes y compañeros que le habían acompañado durante su gran victoria de 1949.

Sabido es por todos que la torpeza estadounidense y su derrota en Vietnam fueron los factores que permitieron que Richard Nixon y Henry Kissinger descubrieran que la única manera de no sumar más poder al imperio rojo era precisamente bajo el reconocimiento de China. Y que esto lo lograrían profundizando en la ruptura de la relación entre chinos y soviéticos. El resto de la historia es conocido por todos. Muere Mao, llega Deng Xiaoping y hoy el mundo depende del equilibrio –que espero se encuentre– sobre el control económico entre Estados Unidos y China. En medio de todo esto, hubo estudiantes y alumnos de las revoluciones que también hicieron una verdadera sangría y una barbaridad con sus pueblos. Para mí, el caso más emblemático es el de Camboya y Pol Pot.

En la misma lógica que la Revolución Cultural, los Jemeres Rojos entendían que la urbanización de Camboya, pero sobre todo el contar con gobiernos mayores que pertenecían a la corrupción del modelo neoliberal de la época, estaban provocando la destrucción del país. Para contrarrestar esto, Pol Pot transformó Camboya en un estado unipartidario llamado Kampuchea Democrática. Más adelante, entre 1975 y 1979 fueron los mismos Jemeres Rojos quienes, por órdenes de su líder, mataron a entre un millón y medio y dos millones de camboyanos, que aproximadamente suponía una cuarta parte de la población de este pequeño país. Pero además, este acto genocida supuso la destrucción de las bases de una sociedad moderna.

Más allá de las provocaciones. Más allá de las pruebas y de lanzar una amenaza fantasma general para poder intervenir las cuentas y las propiedades de los ciudadanos, este es el momento de definir con claridad no sólo el modelo económico que se instalará durante y después de la crisis del Covid-19, sino que también se tiene que definir la elección sobre quién va a bascular la responsabilidad del desarrollo del país. Se puede tener todo, se puede estar lleno de buena voluntad y de amor hacia el pueblo propio, pero lo que no se puede es que la ignorancia, el desconocimiento o la ausencia de realismo coloquen al pueblo de uno frente al abismo de una tragedia de imposible recuento.

Se vale revolucionar, pero las revoluciones, en primer lugar, deben de ser conscientes del costo que supone el llevarlas a cabo. Y en segundo, deben contar con cierta garantía de tener éxito, ya que de lo contrario son ocurrencias bien intencionadas e ilusiones que casi siempre acaban con la vida de un ilusionista.

COLUMNAS ANTERIORES

La anarquía como gobierno
El poder no debe nada

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.