2020, el año que iban a ser las Olimpiadas en Tokio. 2020, el año en el que ya el mundo se iba pareciendo cada vez más a una conquista absolutamente imparable de desarrollo tecnológico, interconexión global y libertades. Un año en el que –a pesar de todas las contradicciones de las elecciones políticas– seguiríamos manteniendo e incrementando el crecimiento económico. 2020, un año tan significativo que pasará a los anales de la historia como si se tratara de 1914, 1918, 1939 o 1945; fechas en las que dieron inicio y fin la Primera y la Segunda Guerras Mundiales, correspondientemente.
En este año las estaciones no existieron. El invierno se cohesionó directamente con el confinamiento, con el miedo, con la incertidumbre y con el pánico. Aún recuerdo cuando leí el primer comunicado emitido por la Organización Mundial de la Salud sobre los peligros de la pandemia. ¿Lo creí? Eso no lo recuerdo bien, pero lo que sí es cierto es que la organización no se equivocó. Esta pandemia es –según lo conocido y los testimonios con los que contamos– un hecho sin precedentes.
Considerando el número de muertos que llevamos hasta este momento, la gripe española –que oscila entre las veinte y cincuenta millones de víctimas cobradas– fue mucho más letal que la crisis actual. Sin embargo, no hay recuento de alguna crisis que tenga imágenes que muestren cómo de este a oeste y de norte a sur las calles se vaciaron, las casas se llenaron y los seres nos encontráramos a nosotros mismos. Un momento en el que las personas tuvieron que hacerle frente al espacio, al tiempo y a lo que significó dejar de movernos, de tener prisa y conquistar el tiempo necesario para ver a nuestros hijos, a nuestras parejas y –lo que es peor– vernos a nosotros mismos. Este fue un año en el que muchas cosas cambiaron y en el que definitivamente la mayoría de ellas –si no es que todas– no volverán a ser las mismas.
Nunca antes como ahora tenemos que vivir bajo la máxima del filósofo Sócrates: "sólo sé que no sé nada". Además, dada la intemperie de no poder ver una planificación racional, tenemos que irnos –cuatrocientos años después– al discurso del Método de René Descartes y saber que sólo el comportamiento y únicamente lo que seamos capaces de aprender nos llevará a la siguiente estación a partir de aquí, sea cual sea. Llegó el momento de aprender el discurso del método nuevo.
Para poder establecer el welfare state y que éste se mantuviera desde 1945 a nuestros días, fue necesario librar una guerra mundial y una sociedad Fabiana que descubriera que una manera de evitar revoluciones era por medio de compartir lo bueno que se tenía. A partir de su surgimiento, la sanidad para todos, el papel regulador y protector del Estado se consagró y todos –hasta este año– pudimos vivir con la confianza de que en caso de una catástrofe como la que estamos viviendo, el Estado estaría ahí y sería nuestro salvador. El Estado ya no está ahí. Ya no volverá. Ni se podrá rehacer. Las secretarías o los ministerios de Salud han desaparecido junto con la fe pública que teníamos en ellos.
La salud, el bienestar –eso tan caro– ha pasado a ser un elemento exclusivo de los países políticamente fuertes, es decir, de las dictaduras. Sencillamente porque en caso de que algo falte o de que una vacuna no llegue, basta con que la gente no se entere y, en caso de contar con ella, los habitantes de estos regímenes no podrán tener la opción de dudar y no les quedará más remedio que obedecer. Políticamente hablando es un terreno ideal para los dictadores y cuanto más insensatos e insensibles sean, mejor. A fin de cuentas, los dictadores lo único que quieren es obediencia y lealtad seria, no buscan nada más. Y en ese sentido, si lo que está en juego es preservar la vida, imagínese usted el pretexto que tienen para poder ordenar lo que quieran.
En esta época en la que se acabó la posibilidad de hacer predicciones, en la que nadie sabe cómo ni si habrá un mañana. En una época en la que nuestros hijos acuden a los colegios y dejan de acudir a ellos porque alguien se contagió, ha llegado el momento de cuestionarnos qué vigencia tiene lo que estudien nuestros hijos y cómo será su mundo. A partir de aquí tenemos que definir qué es primero, si enseñarles a conseguir un equilibrio con su propia salud y su permanencia o seguir fomentando el estudio de materias que probablemente no les sean útiles ni en el presente ni en el futuro.
En la actualidad ya se ha perdido lo que más necesita el ser humano que es la certeza que sustente sus acciones, colocándonos en una posición en la que sólo contamos con un único camino de esperanza. Un camino que es que las vacunas que saldrán en los próximos meses y las que ya se están aplicando sean lo suficientemente capaces para contrarrestar al Covid-19 y que nos den un margen de ventaja suficientemente amplio para saber qué hacer cuando el siguiente virus aparezca.
A partir de aquí, el mundo será distinto. ¿Será un mundo mejor? No lo sé, nadie lo sabe. Es verdad que en términos absolutos haber tenido el regalo de contar con el tiempo para poder ver y estar con los nuestros, es una experiencia que tardaremos mucho tiempo en volver a tener tal y como la tuvimos. A la vez, el set puesto del silencio que reinó por meses en las principales avenidas y calles de todas las capitales mundiales es también otro espectáculo que no debemos olvidar. Y no debemos olvidarlo sobre todo porque esta vez –y en contra de lo que decía el poeta Miguel Hernández– no íbamos desde nuestro corazón a nuestros asuntos, íbamos de lavarnos las manos a nuestro confinamiento teniendo por cielo el miedo infinito hacia lo desconocido. Un miedo que no sabemos ni dónde ni cómo se detendrá, que ya ha causado demasiado dolor, pérdida y horror y que inició en Wuhan, China.
El mundo necesitaba un descanso. Y lo ha tenido. Esta será la primera Navidad y fiestas donde todo será virtual. Estarán las luces –no sé durante cuánto tiempo– pero lo que no estarán serán las posadas, las convivencias ni las cenas. Tal vez la reflexión de la vacuna –pero sobre todo de que nosotros podamos llegar a parar este fenómeno– será la que impere en estas fechas. Un fenómeno que para mí es claro que será el primero de muchos. No hay manera de disociar nuestra vida del conjunto de hechos que la componen, así como tampoco existe una manera de disociar el Covid-19 –ya 20 y 21 y que no sabremos durante cuánto tiempo más estará presente en nuestras vidas– con lo que significa la destrucción del planeta Tierra.
El daño que el Covid-19 le ha hecho a las economías es impagable e incalculable. Es inabordable el hambre desatada –desde todos los puntos de vista– por este pequeño virus. El Covid-19 ha sido el primer virus y me temo que no será el último. Tantos miles de años con virus, bacterias y enfermedades ocultas bajo los hielos están empezando a salir a la superficie y lo que es un hecho –y más, vivido lo vivido– es que no podremos salir ilesos de ello. Mientras tanto, nos cuestionamos cómo es que por tanto tiempo fuimos una especie que creíamos que lo sabíamos todo, lo podíamos todo y contra todo. Pero lo más importante de todo esto es que aprendamos, que saquemos las lecciones correspondientes y que seamos capaces de enseñarle a nuestros hijos lo que esta situación nos ha dejado.
En definitiva, esta es una situación que solamente puede ser usada para la condición humana en la medida en la que sea aprovechada para sacar alguna conclusión positiva de todo esto. En cuanto a lo político hemos hecho caso y seguido a nuestros líderes por inercia, pero en el fondo –desde cómo administraron la pandemia hasta qué tienen para ofrecernos en medio de nuestra hambre y crisis– son los gobernantes quienes verdaderamente tenían un gran reto a vencer. Y en eso, la mayoría fracasó. No supieron cuidarnos en la pandemia y tampoco saben crear las condiciones para que podamos vencer el hambre creada a raíz de esta crisis. Adiós al 2020, un año, que dados sus resultados, no debió haber existido.