Año Cero

USA: el tigre bipolar

Toca erradicar la improvisación, el odio, la separación y esa suicida negación de la realidad, que ha hecho y permitido que el trumpismo jugara con los dados el juego de la muerte.

Con creyentes rezando y mirando al cielo, como si estuvieran invocando la protección divina y con el temor de que por primera vez pasara lo que nunca antes había pasado, así fue la toma de protesta del cuadragésimo sexto presidente de Estados Unidos de América, Joseph Biden. En 1801, Thomas Jefferson se convirtió en el primer presidente que juró debajo de una cúpula a medio hacer, esa cúpula es lo que hoy conocemos como el Capitolio estadounidense. Lo curioso es que, a diferencia de las tradiciones actuales, Jefferson nunca pronunció un discurso inaugural y en realidad nunca habló en público. Su compañero y amigo de la revolución estadounidense, John Adams, ese día salió de la Casa Blanca y se rehúso a asistir a la toma de posesión de Thomas Jefferson, al igual que Trump con Biden. En aquel momento el Estado federal estadounidense estaba conformado por 17 empleados, contando al responsable de atender a los caballos y mantener las caballerizas de la Casa Blanca.

Han sido tantas las películas y las catástrofes cumplidas, que todo mundo tenía derecho a pensar que, así como las Torres Gemelas cayeron y así como una peste y una pandemia podían poner en riesgo la historia y el momento del juramento, esta vez el terrorismo interno, la división y la guerra civil larvada –o como el nuevo presidente la calificó en su toma de posesión: la guerra incivil en la que está viviendo Estados Unidos– podían provocar que el peor escenario se cumpliera. No pasó y, ya por lo menos, el pasado 20 de enero ha pasado a formar un nuevo capítulo de la historia estadounidense. Ahora toca fumigar y erradicar la improvisación, el odio, la separación y esa suicida negación de la realidad, que ha hecho y permitido que el trumpismo jugara con los dados el juego de la muerte, destruyendo el planeta Tierra y poniéndonos en riesgo a todos en reiteradas ocasiones.

Jugar a las dinastías y a la sucesión del poder entre familias en Estados Unidos produjo que el autor del reality show se quedara con todo y estuviera a punto de hacer volar por los aires el entramado jurídico e institucional de la que hasta aquí ha sido la más grande nación de la historia. El primer sueño de Donald Trump fue abandonar el Tratado de París, sin haber pensado en qué consistía este acuerdo. Después pasó por una especie de negación en la que olvidó haber nacido en un planeta llamado Queens, y desconociendo que su Dios era la especulación. Con cada acción, el ahora expresidente estadounidense iba olvidando la función del cargo que ostentaba, causando daños que actualmente estamos contabilizando por miles.

El pasado miércoles, Trump –al igual que en su momento hizo Richard Nixon– se subió en el helicóptero del jefe del Estado estadounidense, el Marine One, y abandonó la Casa Blanca. Pero, a diferencia de Nixon, Trump no se fue moviendo el brazo en forma de despedida, sino que abandonó la Casa Blanca diciendo que lo mejor aún está por venir. No aclaró ni por qué ni para quién, pero lo que sí parece claro es que no es que la pesadilla haya llegado a su fin, como declaró Gerald Ford tras la renuncia de Nixon y después de haberlo sustituido como presidente, sino que, para Trump, la historia aún no termina. Otra de las diferencias es que después de llevarlo a la base Andrews el mismo helicóptero –modernizado– que en su momento tomó Nixon, Trump abordó el avión presidencial para ser trasladado a su castillo de ensueño ubicado en Florida. Todo esto con cargo al presupuesto del contribuyente estadounidense y siendo este el principio del final de algo que en ningún momento ni él ni los demás creíamos que pasaría.

El éxito estadounidense –cuando lo tuvieron–, la marca de fábrica de Estados Unidos; la fábrica de sueños; la tierra de promisión y donde todo es posible que pase –incluido que Trump llegara a ser presidente– nos enseñó que todos los sueños y fantasías son alcanzables. Por eso también era muy importante que el día terminara con por lo menos la posibilidad de restablecer el funcionamiento del sistema estadounidense y que se diera inicio a la nueva era.

Los enemigos de Donald Trump –que son mucho más que sus amigos–, aquellos que después de un siglo de caminar por los senderos de gloria y de derrota con Estados Unidos, aquellos que de golpe se vieron ignorados, castigados y escupidos por la política trumpista, se alegran –supongo– de tener un presidente que sabe que en la reconfiguración del mundo todos somos necesarios. Además, Biden sabe que una manera de luchar contra las pandemias es, en primer lugar, reconocer su existencia y, segundo, cortar el origen que las produce.

La historia vuelve a empezar y, a diferencia de la anterior, esta no es una administración hecha de vencedores que creen haber sido paridos directamente por los dioses para gobernar el mundo. El gobierno actual de Estados Unidos viene del recuerdo de la grandeza y de los fracasos que tuvieron durante el mandato fallido de un hombre más conservador –con un corazón blanco, pero con un envoltorio negro–, que fue el presidente Barack Obama. Vienen de haber vivido y ser testigos de la crisis económica de 2008, del envalentonamiento de los corsarios y del fracaso del rearme ético y moral de su sociedad. El trabajo que le toca por delante a Joseph Biden y a su administración, es el de fungir como un gobierno realista y humilde, cosa que desde principios del siglo XX no se puede decir de casi ningún gobierno estadounidense.

Hemos terminado una fase, pero aún queda un largo camino por delante, un camino en el que Estados Unidos necesita encontrar, primero, la paz consigo mismo, y después con los demás. Pero que nadie se equivoque, Estados Unidos no es un tigre de papel –como alguna vez lo denominó Mao Tse Tung–, sino que es un tigre bipolar. Un tigre que puede llegar a ser muy agresivo al momento de defender sus principios, y es un tigre que hasta se puede llegar a comer a su propio padre. Estados Unidos sigue siendo el país que más veces puede destruir el mundo. Sigue siendo el único país que –al igual que el imperio romano– tiene más de 800 instalaciones militares alrededor del mundo. También sigue siendo el país en el que si los supremacistas blancos y todos aquellos que ven una inversión de la historia se sienten en peligro, no sólo se comerán a este presidente de la paz, sino que se comerán a cualquier enemigo que se les ponga enfrente.

En medio de la frustración y en la guerra incivil que Biden quiere terminar, este no es el momento para provocar, ofender o pedirle coherencias y pruebas a Estados Unidos, y menos cuando uno no las puede aportar. No se puede olvidar que Estados Unidos sigue teniendo la máquina para hacer dólares, pero, sobre todo, siguen teniendo la dimensión y la capacidad de encabezar la única fuerza social, política, económica y militar capaz de enfrentarse al nuevo amo: China. Este nuevo amo viene de Oriente y tiene otros pueblos para conquistar, a pesar de que, en este caso, ellos no lograron conquistar Occidente. Occidente se conquistó a sí mismo, basado en la inmoralidad, la desidia y el abandono.

Pobres de los países que hasta aquí no han aprendido la lección de la historia. Es muy importante la coherencia ideológica, pero es más importante la sinfonía al unísono de los estómagos llenos. A estas alturas, poner el ejemplo de Cuba para mirarse al espejo es anunciarle al pueblo que se vaya acostumbrando a morir de hambre, eso sí, teniendo una coherencia ideológica.

Hemos llegado a un punto en el que Estados Unidos tiene que ser consciente de que ha creado unas fuerzas tan potentes del mercado, de la política y de la sociedad que, o se encuentra un equilibrio entre armonizar el poder de los Estados claramente liquidados –primero por las redes y luego por el Covid-19–, o sencillamente seremos prisioneros por una parte de los supremacistas blancos y por otra de los amos de Amazon, Facebook, Twitter y aquellos quienes verdaderamente gobiernan al mundo. Ese es el desafío. Para los que están enfrente y para los que estamos a lado –como nos pasa a México–, lo importante es, primero, llegar vivos a nuestra posibilidad de recuperación y, segundo, no confundirnos de enemigos. Nuestros enemigos son el Covid-19, el hambre y la pobreza. Y ahora no podemos jugar a ser quien más ofenda y agarre por la cola al tigre, un tigre que en este momento tiene miedo y es bipolar.

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