Confieso mi sorpresa. En mi vida he visto muchas guerras, políticas y de las otras. Incluso, me ha tocado participar en algunas de ellas y he sido testigo de las extrañas maneras que tiene el poder de manifestarse al momento de desarrollar su afirmación o su negación. Aunado a lo anterior, confieso que la situación actual del país me desconcierta. Me explicaré: por una u otra razón y sin que se entienda bien el motivo, las mañaneras se han convertido ya no solamente en un punto donde se estimula permanentemente la polarización del país, sino en algo que va mucho más allá que marcar la agenda política de la nación.
En todas las revoluciones, así como en los cambios de transición pacíficos, nunca he entendido la necesidad de vulnerar las leyes cuando se tiene tanto poder como el que tiene la cuarta transformación. López Obrador puede cambiar casi todas las leyes, salvo muy pocas en las que para lograr el cambio constitucional necesitaría lograr el acuerdo no solamente de la mayoría calificada del Legislativo federal, sino también de los Congresos locales. Aunque teniendo eso, puede proponer lo que quiera y por eso me llama tanto la atención los planteamientos frontales de vivir como si las leyes no existieran. El presidente tiene derecho a plantearnos –mientras la democracia en sí se lo permita– cualquier cambio que quiera, incluido el constitucional. Pero, sin duda alguna, no tiene derecho de reescribir una Constitución diariamente, según la jornada política o según lo que marque la agenda.
En una entrevista llevada a cabo en el programa La Silla Roja, de esta casa editorial, tuve la oportunidad de plantearle una pregunta al presidente a la que me contestó que la polarización era buena. Mi cuestión no era esa, sino sobre que si no le preocupaba el nivel de polarización que había alcanzado el país. Si pudiera hacérsela, mi pregunta ahora sería: ¿qué es lo que espera de este grado de polarización en el que estamos viviendo? El país necesita normalidad política y parece que el fenómeno de la excepcionalidad, más allá de los números, no solamente está afectando la manera de llevar a cabo el ejercicio del gobierno, sino también ha terminado por anular y afectar el planteamiento del ejercicio de la oposición.
Nos hemos convertido en una sociedad en la que es sospechoso quien sospecha. Una sociedad que, además, está descalificada para participar en política por caridad o alma, no solamente por intentar lograr una mejora ciudadana o colectiva, sino que, sobre todas las cosas, porque supone un instrumento que ha sido el causante de las artimañas que ha sufrido la política en nuestro país, hasta llegar a donde está el desastre moral y el fracaso de proyecto ético hacia el cual nos queremos dirigir como sociedad. El problema no es todo lo que no funciona ni todo lo que falla, tampoco es lo que queremos cambiar. El problema es que siguen sin ser formulados de manera clara los elementos del cambio.
Sin duda alguna habrá muchos secretos no confesados y ocultos de enemigos declarados o por declararse de la cuarta transformación y del presidente López Obrador. Pero la verdad es que actualmente no hay ninguna fuerza que se le pueda oponer, más que aquella que articule con sus aciertos y sus errores. Existe demasiada tensión, demasiadas palabras que al día siguiente necesitan aclaración. Hay también demasiadas amenazas que, muchas veces, es necesario explicar un día después, que no era lo pretendido y demasiados cambios buscados y no consumados.
Necesitamos crecer, la pregunta es: ¿cómo, con quién y de qué manera? Es necesario también derogar una reforma educativa que no se puede lograr –obviamente– por un simple decreto. Se necesitan establecer los instrumentos que se utilizarán, más allá del argumento de ser una reforma hecha por Peña Nieto dentro del programa del Pacto por México, y determinar qué es lo que se quiere cambiar y quién apoyará dichos cambios.
Porque además de las declaraciones y de las calificaciones con las que uno puede estar más a gusto o disgusto, pero que no pueden ser en sí mismas toda una doctrina del gobierno, hay que saber de verdad de qué estamos hablando y, de nuevo, quién venció y quién es vencido. Hemos llegado a una situación en la que los periodistas deben pensar en lo que hacen y en la que los empresarios no pueden ser sospechosos simplemente por el hecho de haber vendido mucho y por haber sido elementos de la corrupción y de la destrucción moral del país. Todo eso solamente se puede arreglar participando, contando y transparentando la información que se tenga sobre quién, cuándo, cómo y dónde fue corrupto. Tampoco se debe generalizar con relación a las amenazas ni tampoco a cuáles son las segundas intenciones que pueda tener alguien cuando hace o deja de hacer una pregunta en las mañaneras del presidente.
Estoy de acuerdo con que más allá de los demonios, había que vencer a los depredadores de la vida nacional. También estoy convencido de que existen dos maneras de entender el momento actual de nuestra historia: la primera es bajo lo hecho por quien ganó. La segunda es bajo las acciones y omisiones de todos los demás que, a su vez, permitieron que la victoria del 1 de julio fuera como fue.
El tiempo ha pasado y sigue habiendo preguntas que resultan muy difícil no poder contestar. La pregunta más difícil de todas, tal como van las cosas, es: ¿quién es vencedor y quién es vencido? El programa de la modificación –en mi opinión constitucional– es absolutamente inevitable. Mi pregunta es: ¿cuándo y cómo vamos a darle la forma y estructura, más allá de dialéctica y calificación, a los cambios estructurales de la cuarta transformación? Sin duda alguna, esto será esencial para poder saber quién es el vencido y quién es el vencedor.
Aparentemente, estamos ante la violencia verbal y frontal, sin que se entienda muy bien ni por qué ni para qué.