Carta desde Washington

Un problema endiablado

Las manifestaciones se yerguen como un problema con más aristas que un tetraedro para Biden y su campaña de reelección.

Acabamos de atestiguar en la última semana escenas de la policía en Nueva York tomando por asalto un edificio en la Universidad de Columbia ocupado por estudiantes y activistas externos al campus protestando por las acciones israelíes en Gaza y el apoyo del gobierno de Estados Unidos a Israel, y acto seguido, contramanifestantes atacando un campamento propalestino en la Universidad de California, Los Ángeles. Las manifestaciones -y el conflicto en Medio Oriente que las ha originado- se yerguen como un problema con más aristas que un tetraedro para Joe Biden y su campaña de reelección. Abordo cuatro de ellas.

Primero, las protestas y los campamentos que se han instalado en algunas universidades (sobre todo en Columbia, que ya llevan semanas) exigiendo un alto al fuego en Gaza, presión de Washington al gobierno israelí y desinversión en Israel, han amplificado las tensiones al interior del Partido Demócrata en torno al manejo de la administración Biden del conflicto en Gaza y sus inherentes contradicciones, crecientemente insostenibles. De paso, han desviado la atención mediática del juicio a Donald Trump que se celebra en la otra punta de Manhattan. Pero en el fondo, son la expresión de un cambio de percepción y postura importantes en la última década en EU, con respecto a ese país y al gobierno cada vez más radical de Netanyahu. Ciertamente no han alcanzado la escala de las principales protestas estudiantiles de finales de los años 60 contra la guerra de Vietnam y ni siquiera tienen el alcance nacional o la resonancia que alcanzó el movimiento Black Lives Matter en 2020, en la antesala de la campaña presidencial de ese año. Pero son sin duda el movimiento estudiantil más grande hasta el momento del siglo XXI en EU y recuerdan las protestas contra el apartheid de los años ochenta. Y podrían representar un reto fundamental para la movilización y participación del voto joven -y del voto progresista- a favor de Biden. Ya tuvimos un botón de muestra de ello en la primaria demócrata de Michigan en marzo, el estado con la mayor población de origen árabe y palestino en EU, cuando más de 100 mil demócratas en el estado recurrieron a una forma de voto contemplada en el proceso de primarias de ese partido votando como “no comprometidos” como una muestra de rechazo y preocupación por las políticas de Biden al arropar a Israel, sobre todo a medida que Netanyahu, con el transcurrir de los meses, se ha empecinado en proseguir con el uso desproporcionado de la fuerza en Gaza. Y no es que estos jóvenes o el ala progresista del partido vayan a votar por Trump, quien adoptaría posturas aún más pro-Netanyahu; el peligro es que no salgan a votar en una elección que será cerrada.

Segundo, las potenciales secuelas políticas de las manifestaciones podrían generarle un ‘efecto Chicago’ a Biden. En 1968, las protestas contra la guerra en Vietnam y los disturbios que asolaron esa ciudad, sede ese año de la Convención Nacional Demócrata, ayudaron unos meses después a allanar el camino para la victoria de Richard Nixon sobre el vicepresidente Hubert Humphrey -un candidato demócrata débil, con un partido dividido- recurriendo a un discurso del orden y la legalidad en la contienda por la Casa Blanca. Este año, la convención que declarará formalmente a Biden como candidato se celebrará, al igual que entonces, en Chicago. Hay ya evidencia de que muchos estudiantes y grupos propalestinos -con el peligro adicional de la infiltración y manipulación- están preparando manifestaciones para la convención en agosto, lo cual no solo podría resquebrajar el objetivo central de mostrar la unidad del partido, sino dinamitar la narrativa de que Trump es un agente del caos y la polarización.

Tercero, los excesos cometidos por manifestantes -estudiantes matriculados y actores externos- en los campus universitarios podrían ayudar a quienes siempre prometen “restaurar orden”. Sin el menor escrúpulo -y en una incongruencia grosera y pasmosa con respecto a cómo se han posicionado ante quienes tomaron por asalto el Congreso en enero de 2021 o a las acciones de su candidato presidencial de facto, que son todo menos que “orden” y “legalidad”- hace una semana un presentador en Fox News sentenció que las imágenes provenientes de las universidades eran como las de un país del “tercer mundo”, mientras los comentaristas de derecha criticaban a políticos demócratas por propalar un entorno “woke” que ha alimentado las protestas y a Biden, por no sofocarlas. El Partido Republicano está unido en su apoyo a Israel y también ha apuntado durante mucho tiempo a las universidades como bastiones de “ideología izquierdista”, tratando de presentarlas como incubadoras de radicalismo en cuestiones de raza y género, y entornos hostiles para cualquiera que no se adhiera a esas ideologías. Ni tardo ni perezoso, Trump se subió al alcahueteo político de las manifestaciones elogiando las acciones por parte de las fuerzas del orden en Nueva York: “Fue algo hermoso de ver”, sentenció. Por ello, Biden salió el jueves a subrayar que “existe el derecho a protestar. Pero no existe el derecho de causar caos”. El orden “debe prevalecer”, afirmó, haciendo un llamado a los presidentes de las universidades para “retirar los campamentos de inmediato, marginar a los radicales y recuperar nuestros campus”.

Y cuarto, detrás de estas aristas de política interna, se alza el espectro de que la elección presidencial estadounidense -condicionada hasta el momento por el comportamiento de la economía y la inflación y las percepciones del electorado en torno a éstas- pudiese decantarse por temas de política exterior y percepciones sobre temas internacionales. En este momento, todas las miradas en Washington están puestas en Cairo y Riad para ver si la negociación en curso para alcanzar un cese al fuego en Gaza y la liberación de rehenes en manos de Hamás camina o no. La apuesta de la Casa Blanca no es menor. En juego no solo está la desescalada del conflicto; Biden, su gabinete y su equipo de campaña ven un potencial acuerdo de cese al fuego como el primer paso necesario en una cadena de acciones y reacciones potencialmente virtuosas que, en el mejor de los casos, podrían rehacer la geopolítica en Medio Oriente y ayudar a ganar la reelección, y preservando en el camino -en momentos en los que el presidente busca reconstruir la coalición que le dio la victoria en 2020- el apoyo de votantes pro-Israel, y desinflando y neutralizando en buena medida las protestas en las universidades o, por lo menos, conteniendo el descontento de jóvenes cara a las urnas en noviembre. Pero en el fondo radica un cálculo diplomático que no está en manos de Washington. Depende primero de Arabia Saudita y si le concede -o no- a Biden un caramelo electoral (a cambio de un acuerdo de garantías de seguridad) al ir adelante y formalizar la normalización de relaciones diplomáticas con Israel (uno de los motivos centrales por los que Hamás atacó a Israel el 7 de octubre con objeto de torpedear ese acuerdo), o si aguanta a ver quién gana la elección en EU. Parece que Riad ya ha decidido ir adelante con la normalización y que la única duda es el momento para hacerlo. Y segundo, está también en manos de Israel, con la decisión de Netanyahu de proceder con una invasión a la zona de Rafah, en Gaza. Hacerlo atizará las manifestaciones de estudiantes, profundizándole a Biden un flanco de vulnerabilidad interno y ahondando la tensión bilateral y la personal con su contraparte israelí, una amalgama de factores que los republicanos están ansiosos por explotar electoralmente. El hecho de que además es plausible que esos dos gobiernos prefieran ver a Trump que a Biden en el poder, y que estas cuatro aristas que he descrito aquí se intersecan y entreveran, hace de esta ecuación un cálculo político, diplomático y estratégico de enormes consecuencias para el presidente, para EU y para el futuro de las relaciones con esta región del mundo.

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