Carta desde Washington

Por una sociedad liberal, abierta y cosmopolita

El populismo y la demagogia -de izquierda y de derecha-, en lugar de construir futuro, invocan siempre el pasado, pero la nostalgia no puede ni debe erigirse en política pública.

Hay más formas de destruir una democracia liberal y socavar al Estado que enviar tropas a las calles, tomar por asalto estaciones de radio y arrestar a opositores, como descubrió Hitler después del fracaso de su intentona de golpe -el llamado ‘putsch de la cervecería’- en Múnich en 1923. El colapso de la república alemana de Weimar en 1933, cuando ya como canciller democráticamente electo Hitler comenzó a instar a sus partidarios a salir a la calle, demonizar a sus críticos y opositores políticos, y calificar a los medios como ‘enemigos del pueblo’, someter al Poder Judicial, la ciencia y las universidades a la política y destruir las instituciones del Estado, para luego minar y posteriormente cancelar elecciones, es un ejemplo palmario de cómo se destruye un Estado y a la democracia desde adentro y desde el poder. En El 18 brumario de Luis Bonaparte, Marx comienza su texto con la famosa frase, originalmente formulada por Hegel, “La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”.

En México hemos atestiguado en estos ya casi seis años una demolición del Estado y sus instituciones. Y no, antes de que a algunos lectores les dé un soponcio, no estoy comparando a López Obrador con Hitler ni lo que ocurre en el México de 2024 con el totalitarismo nazi en la Alemania de 1933. Pero el domingo, la mayoría del electorado mexicano se pronunció de manera inequívoca en las urnas para darle seis años más a la visión de nación imperante. Y el problema es que ese proyecto está potencialmente preñado con las semillas de sus propias limitaciones y plagado de autogoles, pues camino a la transición del 1 de octubre, uno de los principales retos que enfrentaremos los mexicanos, y sobre todo la presidenta electa Claudia Sheinbaum, será recibir, junto con la banda presidencial, un Estado profundamente debilitado y disfuncional.

Y es que la cuestión urgente de nuestros días para el Estado liberal, que tendríamos que propugnar todos, no tiene que ver con su orientación o el tamaño y vocación del gobierno en turno, temas en torno a los cuales la derecha y la izquierda han estado en pugna ideológica y político-electoral constante desde hace décadas. El tema central, desde mi punto de vista, más bien tiene que ver con su eficiencia y eficacia. La pandemia de covid-19 lo dejó nítidamente al descubierto: la diferencia esencial acerca de cómo la libraron naciones variopintas en el mundo no fue si unos gobiernos eran de derecha y otros de izquierda, o entre regímenes democráticos por un lado y autoritarios por el otro. La falla tectónica esencial fue entre gobiernos eficaces e ineficaces.

Lo que hoy ocurre con las instituciones del Estado mexicano es simplemente la apoteosis de la obsesión que ha animado en gran medida a López Obrador. Desde el inicio de su gestión en 2018, el peligro más grave que acechaba en el horizonte siempre iba a ser una presidencia imperial reencarnada, todopoderosa y centralizante y la eliminación tanto de pesos y contrapesos como de instituciones autónomas que una generación de mexicanos laboriosamente trabajó en establecer durante más de tres décadas para anclar, ampliar y profundizar nuestra incipiente democracia. Las instituciones y dependencias gubernamentales, así como sus facultades y atribuciones, su capacidad, agencia y banda ancha de gestión y las pocas burocracias de servicio civil (institucionalizadas o cuasiformales) relativamente despolitizadas de la administración pública han sido evisceradas y canibalizadas o, en el peor de los casos, demolidas. El presidente en el fondo ha buscado debilitar las instituciones de México para que no puedan constreñirlo, purgándolas de cuadros que considera le son desleales a él y a la 4T. Pero eso también significa que no puede confiar en esas instituciones para generar crecimiento, mitigar los costos de la pandemia que no se han disipado, resolver conflictos sociales, enfrentar la creciente inseguridad pública, aprovechar los activos geoestratégicos de México o incluso asegurar lo que más anhela: dejar un legado. Y todo ello encierra, además, una gran paradoja: para un presidente que desde el día uno se ufanó que “la mejor política exterior es la política interior”, son precisamente las flaquezas de sus políticas públicas, exacerbando las debilidades internas del país y del Estado mexicano, las que le han abierto frentes de presión y vulnerabilidad ante el extranjero, particularmente con respecto a Estados Unidos. Solo hay que ver los numerosos ejemplos relacionados con la incapacidad para manejar flujos migratorios, frenar el trasiego de fentanilo o los temas de aviación civil, pesca, agroexportaciones o preservación marítima para aquilatar el impacto que todo esto está generando para el país y las capacidades del Estado.

Por ello, los mexicanos y nuestra sociedad debemos seguir apostando y pujando por un país que sea plenamente democrático, plural, tolerante, liberal, de pesos y contrapesos, justo, seguro, con una economía de mercado, abierto al mundo, con un Estado fuerte, sólido, eficaz. Y por ello, yo quiero más México en el mundo y más mundo en México; un Estado que se apoye en sus cuadros diplomáticos profesionales, una nación que deje de mirarse el ombligo y de nadar de muertito en el sistema internacional, que encuentre su brújula moral y su compás geopolítico en un entorno global de enorme fluidez; que deje de lado muletillas y paradigmas de política exterior rancios; que decida abonar a bienes públicos globales; que vuelva a pensar en la arena multilateral, particularmente en temas como desarme y proliferación nuclear que hoy se asoman como amenazas en ciernes; que tenga la visión para diseñar un paradigma integral de política migratoria; que reencuentre su vocación por preservar la biodiversidad y volver a liderar en temas de cambio climático global; y que reconozca la enorme valía de promover al país en el exterior, ya sea reconstruyendo dependencias para atraer la inversión, diseñando una verdadera estrategia de promoción cultural y de industrias creativas, o confrontando la brutal degradación de la credibilidad, peso, reputación, imagen y percepción que hay del país en el extranjero.

La historia demuestra una y otra vez que el populismo y la demagogia -de izquierda y de derecha- son atajos que suelen acabar en el despeñadero; fracturan y polarizan sociedades y dividen a las personas en campos rivales de intolerancia. En lugar de construir el futuro, invocan siempre el pasado, pero la nostalgia no puede ni debe erigirse en política pública. Hoy en México sobran excusas, gritos y descalificaciones y faltan razones, argumentos y consensos. Escuchar, respetar, tolerar, ayudar, entender, conversar, debatir, ceder, consensuar, acordar, construir, negociar, avanzar. Si alguien encuentra esos verbos por ahí, avísenles que yendo hacia adelante, la democracia mexicana los anda buscando desesperadamente. En este punto de inflexión para la república y para el Estado mexicano, hago votos para que la Presidenta electa lo sepa reconocer y decida actuar en consecuencia. A los mexicanos y a México nos urge.

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