Carta desde Washington

Sembrando vientos en tiempo de huracanes

México no puede seguir chiflando en la loma, o activamente minando los cimientos fundacionales de la relación con Norteamérica. Es imperativo un golpe de timón.

Una vez más ha quedado demostrado en días recientes que por mucho que el presidente de México ignore al mundo, el mundo no nos ignora a nosotros. Y una vez más quedó también evidenciado, de manera palmaria, que la evisceración del Estado mexicano, por un lado, y la falta de norte geopolítico, reducción de banda ancha -a su mínima expresión de hecho- en la agenda de seguridad e intercambio en materia de inteligencia con Estados Unidos y nuestros enormes y crecientes déficits en términos de capacidades institucionales en esta materia, por el otro, pueden acabar echando por la borda a la relación con nuestro principal socio diplomático y comercial en detrimento de la prosperidad, seguridad y el bienestar de México y de los mexicanos.

Y es que el miércoles pasado, el gobierno estadounidense divulgó que el FBI había detenido en las ciudades de Los Ángeles, Filadelfia y Nueva York a ocho ciudadanos tayikos con posibles vínculos con el grupo terrorista ISIS que cruzaron hace varias semanas a territorio estadounidense a través de la frontera con México solicitando asilo. No está claro aun si llegaron todos al mismo tiempo y a través del mismo cruce fronterizo. Para cuando el análisis de inteligencia estadounidense estableció la potencial conexión terrorista de estos hombres, los mismos ya habían sido procesados por oficiales de inmigración y obtenido permiso para internarse en el país. Aunque no parecen haber pruebas fehacientes que indiquen que fueron enviados a EU desde Tayikistán (una de las ex repúblicas soviéticas en Asia Central que se ha convertido en foco de reclutamiento por parte de ISIS-K, la filial del grupo terrorista islámico con sede en Afganistán y que ha llevado a cabo una serie de atentados recientes en Europa, incluido un ataque en Moscú en marzo que mató a más de 100 personas) para planear o ejecutar un ataque terrorista, al menos algunos de los tayikos habían recurrido a retórica extremista, ya sea en redes sociales o en comunicaciones privadas entre ellos.

El episodio se produce mientras funcionarios y exfuncionarios de inteligencia -entre ellos el ex director adjunto de la CIA durante la gestión de Obama, Mike Morell, en un artículo en la revista Foreign Affairs esta semana- han formulado advertencias públicas sobre condiciones prevalecientes (en Gaza en particular) que elevan el riesgo de un ataque terrorista en suelo estadounidense a su nivel más alto en la última década. A la par, el repliegue del perfil estadounidense de la región, acentuado a partir de la salida de Afganistán y que factiblemente no se ha corregido con todo y el ataque de Hamas a Israel, han reducido su recopilación sobre el terreno de inteligencia humana respecto a amenazas terroristas. Pero de manera más alarmante para nosotros, los arrestos también han vuelto a poner el foco de atención en la frontera con México, tanto por el contexto que impera en Medio Oriente como por el número exponencial e inédito de migrantes y refugiados que están llegando a nuestro país de todas partes del mundo. Este es un tema que los Republicanos, trumpizados y en un año de elecciones presidenciales, han amplificado y alcahueteado, tanto en su esfuerzo por arrinconar a la administración Biden como en abono a su narrativa de que el verdadero peligro a la seguridad nacional de Estados Unidos no reside en la agresión y el revanchismo ruso o el poder ascendiente de China o lo que ocurre en el Levante, Irán y el Golfo Pérsico, sino las vulnerabilidades que le abren México y su frontera.

Por si fuera poco, este caso se suma a lo que ya había ocurrido el año pasado cuando se descubrió que un grupo de uzbekos que cruzaron a Estados Unidos habían llegado a México gracias a un contrabandista de migrantes turco con vínculos y apego a ISIS. En 2023, 160 migrantes y refugiados cuyas identidades empatan con individuos en la lista de ‘personas de interés’ del gobierno estadounidense fueron detenidos al intentar cruzar la frontera; en 2022 sumaron 100.

Amerita subrayarlo: primero, en ambos casos, tanto tayikos ahora como uzbekos antes fueron procesados por autoridades estadounidenses en la frontera antes de que detectaran sus posibles vínculos con grupos extremistas o terroristas; y segundo, cuando un nombre aparece en una lista estadounidense de vigilancia terrorista, no siempre indica que esa persona es un terrorista designado: podría significar que hay indicios de que esa persona mantiene una conexión distante o vaga con un terrorista o grupo terrorista o simpatía hacia causas fundamentalistas, o que es alguien quien podría haber pertenecido previamente a un grupo designado como terrorista, como las FARC, o que simplemente hay homonimias. No obstante, lo que está claro es que con la demolición del INAMI y el CISEN cortesía de López Obrador, México hoy carece de los instrumentos más básicos para vigilar y controlar suelo mexicano y abonar y garantizar la seguridad de nuestro vecino y principal socio comercial.

A ya más de dos décadas del 11 de septiembre de 2001, las consecuencias geoestratégicas, políticas y éticas así como la “guerra contra el terror” que siguieron al vendaval que desataron esos atentados se han vuelto más evidentes, particularmente ante la fluidez, volatilidad e incertidumbre que hoy caracterizan al sistema internacional de siglo XXI. Sin embargo, ese momento aciago para Estados Unidos tuvo un efecto transformador en un área que siempre había quedado rezagada en el cambio tectónico de la relación bilateral provocado una década antes por la decisión de negociar un acuerdo de libre comercio. Desde principios de los 90, México y Estados Unidos transformaron profundamente su relación. Impulsados primero por la enorme convergencia socioeconómica desencadenada por el TLCAN y luego por la creciente y más asertiva cooperación en materia de seguridad e inteligencia que surgió de los imperativos de seguridad detonados por el colapso de las Torres Gemelas, ambos países empezaron a construir de manera paulatina una asociación estratégica y con visión de futuro basada en la responsabilidad compartida y los desafíos y oportunidades de una frontera terrestre de 3 mil kilómetros.

Además, la creación del Departamento de Seguridad Interna (DHS) y la reorganización de la arquitectura de comandos combatientes unificados en Estados Unidos con la creación del Comando Norte (Northcom) orillaron a México a interactuar paulatinamente con su vecino de una manera cualitativamente diferente en materia de seguridad. Sin duda lo que impulsó esto fue la constatación cardinal de que si Estados Unidos llegase a percibir que México y una frontera porosa encarnaban una vulnerabilidad de seguridad nacional que pudiesen capitalizar terroristas, la agenda comercial y económica y la relación en su conjunto que se había forjado con el TLCAN se colapsarían como un castillo de naipes. La prosperidad común y la seguridad común se entrelazaron irrevocablemente y con buena razón, y de paso permitieron colaboración sin precedentes en la materia, como cuando en 2011 prevenimos de manera conjunta que un iraní radicado en Houston con vínculos a la fuerza Quds en Irán recurriera a una célula de Los Zetas para colocar una bomba en un conocido restaurante en Washington (por cierto muy socorrido por mexicanos que viajan a la ciudad) y asesinar a mi colega, el embajador saudí ante la Casa Blanca.

Hoy, en este momento dual de reto y oportunidad, México tiene que asumir la necesidad imperiosa de profundizar y ampliar la cooperación para restaurar y relanzar un paradigma norteamericano común de seguridad, en el sentido más amplio y más allá de la mera cooperación en materia de procuración de justicia: es decir, una seguridad de fronteras y perímetros norteamericanos frente a actores no estatales o naciones dispuestas a socavar la seguridad de esta región; en materia de ciberseguridad, tecnología, investigación y propiedad intelectual; de cadenas de suministro esenciales y del mentado nearshoring; en la eficiencia e independencia energética; y en lo ambiental o agroalimentario. Lo que está en juego es la seguridad y prosperidad de millones de mexicanos y estadounidenses y -a pesar de los desafíos inherentes a una relación tan asimétrica- de más de dos décadas de una historia que si bien no ha estado exenta de tensiones y desencuentros, conlleva también éxito estratégico y diplomático así como seguridad, convergencia y mayor interdependencia mutuas. No es menor lo que está en juego y México -tanto el gobierno en funciones como el próximo- no puede seguir, en el mejor de los casos, chiflando en la loma, o activamente minando los cimientos fundacionales de la relación moderna -y de futuro- con Norteamérica. Es imperativo un golpe de timón.

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