Carta desde Washington

El debate que los demócratas -con y sin mayúscula- temíamos

Cuando necesitábamos al Joe Biden que en febrero pronunció su discurso anual sobre el estado de la Unión, el que se apersonó en Atlanta fue uno que reforzó dudas y estereotipos.

Qué duda cabe que el debate presidencial del jueves pasado fue una debacle para Biden. Las razones -ya sean su edad, ronquera, medicamentos que quizá le hayan recetado para combatir el resfriado, sobrepreparación o moderadores que no moderaron- hoy son lo de menos. Y dejemos de lado por un momento toda la manipulación psicológica y mediática -el llamado gaslighting- tanto de tirios como de troyanos prevaleciente en el contexto mediático y político estadounidense de este momento. Las preguntas esenciales después del debate manifiestamente son: ¿cómo se han visto afectadas las posibilidades de que Biden pueda vencer a Trump en noviembre? ¿Podrá recuperarse el presidente? Si sí, ¿podrá en las semanas venideras persuadir a suficientes votantes que olviden lo que presenciaron el jueves por la noche y lo miren con perspectiva fresca y reevalúen si tiene la entereza física y mental para cumplir otros cuatro años en el cargo? Y si se llega a la conclusión de que ya no puede ganar, ¿hay algo que se pueda hacer al respecto cuando faltan cuatro meses para los comicios?

Empecemos, como con casi todas las cosas, por el principio. La razón primordial para postularse nuevamente fue que Biden sentía, en sus entrañas, que podía ganar. Detesta a Trump (se notaba el jueves el desprecio que lo anima) y ve como su misión y legado detener a Trump y su subversión MAGA. Lo hizo dos veces, en las elecciones generales de 2020 y en las intermedias de 2022, y pensó que podría lograrlo de nuevo. Siempre subrayé que Biden tuvo la oportunidad después de la intermedias de anunciar -como había deslizado durante su campaña a la presidencia- que sería un presidente de un solo período, pasando la estafeta a una nueva generación de políticos demócratas. Pero al final del día, una vez que se volvió evidente que Trump volvería a postularse, lo que más pesó en él fue creer que no había nadie que pudiera hacerlo mejor. Y no le faltaba razón. El hecho es que Biden no tenía un heredero evidente en ese momento. No solo había que reconstruir la coalición de centro que le permitió derrotar a Trump, cosa que solo un par, quizá, de potenciales sustitutos podría lograr; si Kamala Harris fuera más popular que él, Biden habría quizá considerado retirarse. Pero no ha cogido tracción ni ganado terreno como vicepresidenta y Biden lo sabe.

Otros presidentes han tropezado en los debates (de manera reciente, Obama con Romney en el primer debate presidencial de 2012), pero ninguno como lo que le sucedió a Biden el jueves por la noche. Su principal objetivo, y la apuesta de sostener un debate con tanta antelación (todos los debate presidenciales se celebran después de que los candidatos han sido ungidos por sus respectivos partidos en las convenciones nacionales), era disipar los cuestionamientos de que es demasiado viejo y frágil para liderar el país durante cuatro años más. Pero cuando necesitábamos al Biden que en febrero pronunció su discurso anual sobre el estado de la Unión (y que por cierto reapareció al día siguiente del debate en un discurso en Carolina del Norte), el que se apersonó en Atlanta ante las cámaras de CNN fue un Biden lampareado que reforzó esas dudas y estereotipos en lo que podría ser el evento más visto de la campaña de 2024. Si bien ese discurso posterior del viernes sugiere que por el momento todavía está en condiciones de gobernar y de hacer campaña, el problema es que en el mundo performancero de la política estadounidense, donde además la sustancia del debate importa poco, clips mediáticos editados y manipulados refuerzan la percepción de que no parece estar ya para esos trotes. Trump da la impresión de estar al menos lo suficientemente vigoroso como para hacerlo, incluso cuando divaga como lo hizo en el debate y está patentemente incapacitado para gobernar.

Lo especialmente doloroso de lo ocurrido con Biden es que, en muchos sentidos, ha sido un buen presidente. La mayor mentira que espetó Trump el jueves -rompió el techo de cristal de las mentiras y patrañas en un debate presidencial estadounidense- fue su retrato apocalíptico de un país destrozado. La economía es sólida, Washington está trabajando bien con un conjunto cada vez más estrecho de aliados en Europa y Asia, y su dominio financiero, militar y de inteligencia global sigue siendo, a pesar de una China al alza y una Rusia revanchista, robusto. Y Biden ha sido, a pesar de los evidentes signos de deterioro físico y mental, un mandatario eficaz, delegando en un equipo y gabinete sólidos. También, a diferencia de su rival, es un hombre decente.

Cambiar de candidato a esta alturas también es un problema endiablado y abre incontables interrogantes, empezando por el hecho de que a menos de que la vicepresidenta se bajase motu propio del proceso como compañera de fórmula de Biden, orillar a una candidata que no parece ser competitiva podría generar una crisis interna profunda en el partido con el voto femenino y el de color. Para hacer el cuadro más complejo y precario, ninguno de los otros potenciales candidatos sustitutos tiene perfil y reconocimiento de nombre nacionales, y cuando han sido careados en sondeos (previo, eso sí, al debate del jueves) con Trump, ninguno supera los números del presidente. Quizá la única excepción entre los potenciales nombres que se barajan es Gretchen Whitmer, la gobernadora exitosa y centrista de Michigan, un estado que los demócratas tienen que ganar sí o sí en el Colegio Electoral, y que podría ayudar a recrear en parte esa coalición de centro, con independientes y republicanos antitrumpistas, movilizando el voto suburbano (que es donde hoy se gana o pierde la presidencia en EU) y de mujeres con ese gran tema ariete que sigue siendo el aborto.

Mucho de lo que transcurra en los próximos días -empezando por las encuestas que se publiquen posdebate- definirá si Biden prosigue con la candidatura. Por el momento, todo sugiere que él, su familia (sobre todo su esposa, que es quizá la única que podría convencerlo de bajarse) y el equipo de campaña han decidido aguantar la embestida. Obama, los Clinton y otras figuras del partido lo han arropado por el momento, buscando colocar un cortafuegos al pánico colectivo que estalló -en el partido y en buena parte del país y del resto del mundo- la noche del jueves. El presidente bien podría tener tiempo para recuperarse: la otra cara de la moneda detrás de la decisión de la Casa Blanca y la campaña de Biden de acordar un debate tan tempranero en el calendario de la contienda era que si el escenario de una mala actuación se cristalizaba, faltarían más de cuatro meses para las elecciones, lo que normalmente es una eternidad en política. Sin embargo, el siguiente debate (solo serán dos) está agendado para septiembre y son dos meses en los cuales la narrativa la fijará el debate del jueves.

Si en los próximos días o semanas el presidente tiene la fortaleza y sabiduría para hacerse a un lado, los demócratas tendrán más de mes y medio (el lapso que en otras democracias en Europa se celebran campañas y comicios generales) para elegir otro candidato antes de su convención en agosto. No obstante, hay que subrayarlo sin ambages: todo encarna, en cualquiera de estos potenciales escenarios, una posición enormemente precaria para Biden, para los demócratas y para una nación que podría estar en el umbral de la mayor crisis democrática que haya conocido la república liberal estadounidense de contrapesos y separación de poderes desde la Guerra Civil.

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