“La gran broma que encarna la democracia es que le otorga a sus enemigos mortales las herramientas para su propia destrucción.” J. Goebbels, 1928.
Entiendo que no entiendo; confieso que nunca me había sentido tan desorientado y atribulado -sin baremos o brújula- como hoy al otear el horizonte desde esta capital estadounidense y tratar de interpretar y entender lo que ha ocurrido en Estados Unidos en 2024. Y es que el regreso de Donald Trump al poder, desde mi punto de vista el evento más trascendente de todo lo que ha sucedido en el mundo en este convulso año que llega a su fin, podría ser la prueba de que hemos vivido un verdadero punto de inflexión en la historia contemporánea de ese país, un cambio potencialmente irrevocable, de una era a otra.
Sabemos quién ganó y quién perdió el pasado 5 de noviembre, y es legítimo y necesario formularnos preguntas acerca de qué fue lo que fracasó. Pero a la vez me parece mucho más importante analizar con mayor profundidad y detenimiento lo que tuvo éxito. Como nos recordó Susan Glasser en un artículo poselectoral punzante en The New Yorker, la campaña que apoyó una mayoría de votantes estadounidenses “fue la campaña más cruel de mentiras, misoginia, racismo y xenofobia jamás librada”. Y hay que subrayar esa realidad palmaria: eso es lo que funcionó; eso es lo que ganó. Parece, de entrada, una historia tan -o más- importante que lo que fracasó.
En su primer mandato, Trump no parecía un presidente históricamente transformador. Su victoria fue por un margen estrecho, careció del apoyo real de la mayoría y rápidamente se volvió impopular, autosaboteado por sus propios errores, defectos y fobias y acosado por sus opositores y por la ley. Aunque su sorpresiva victoria en 2016 demostró que el descontento social era amplio y profundo, su forma de gobernar hizo que fuera fácil considerar su presidencia como accidental y aberrante, una ruptura con la política de lo “normal”, un statu quo que se podría reimplantar con éxito. Gran parte de la oposición a su presidencia se organizó en torno a esa premisa, y la elección de Biden parecía una reivindicación: aquí estaba la normalidad restaurada, el retorno de los adultos. Adicionalmente, y a pesar del legado trumpista de cuatro años en el poder, hasta ahora había sido posible consolarse un poco con el fracaso de Trump en ganar el voto popular en 2016 o 2020, y con el hecho de que durante su gestión en la Oficina Oval, la mayoría de los estadounidenses no aprobaron ni una sola vez su desempeño (lo cual no había ocurrido con ningún presidente previo desde que inició la era de las encuestas). Se podía argumentar con cierta razón que Trump no encarnaba realmente a EU. Sin embargo, hoy, en 2024, vaya que sí lo hace, o por lo menos eso sugiere el mensaje de las urnas. Lo que aparentemente tenemos ahora en EU es a un electorado desinhibido, que ya no teme, en general, a sus peores impulsos. La naturaleza de su victoria, un carro completo, sugiere que junto al gran núcleo de votantes trumpistas duros encantados con su misoginia, xenofobia, intimidación y mendacidad hay muchos más a los que, como mínimo, no les repelen esas posturas. Saben quién y cómo es y no parece importarles demasiado. Esto es ciertamente difícil de entender para todo demócrata, con D mayúscula o minúscula.
Pareciera, además, que el resultado de la votación no se decantó por el margen de error que era el común denominador de todas las encuestas, sino más bien por las percepciones en torno al margen para el error. Casi la mitad de los estadounidenses piensa que su país hoy no tiene ninguno, mientras que la otra mitad parece pensar que tiene mucho. Una tribu teme que, después de casi una década de incesante ataque a la ley y al Estado de derecho, a la investidura presidencial, a las instituciones y a la vida cívica del país desde el poder y fuera de él, otros cuatro años de Trump en la Casa Blanca acaben para siempre con la democracia liberal de la nación. Harris apeló a esos temores y ofreció un futuro de esperanza y optimismo con la mirada puesta al frente, una visión que no hizo suya la mayoría de los votantes. La otra tribu compró la narrativa de Trump acerca de un EU devastado, al borde de la extinción, y la promesa de regresar al país a un pasado dorado; es más, esa tribu -inmersa en un política reaccionaria contemporánea que parece ser una de dolor y resentimiento- piensa que EU puede permitirse el lujo de apostar su futuro a un charlatán, a un improvisador, a un demagogo destructor, convencida de que su país es tan resiliente que puede permitirse correr el riesgo de devolver a este hombre al poder y de que una buena sacudida no romperá la nación sino que la devolverá a su verdadero ser. En muchos sentidos, la elección estadounidense se dio entre fuerzas que fomentan la conexión y fuerzas que siembran la polarización; entre quienes profesan que a lo largo de la historia, el éxito de las naciones ha dependido de sociedades abiertas y conexiones humanas, y quienes rechazan esa visión.
Sin duda, se necesitarán aún más tiempo y más datos duros granulares antes de que podamos concluir cuál de los factores principales (el impacto de la inflación, la guerra cultural, el racismo, la misoginia, el declive de Biden, la campaña tardía de Harris) fue determinante. Pero indiscutiblemente, la forma en la cual se interpreta y prioriza la cascada de razones potenciales que explican la reelección de Trump es una especie de test de Rorschach. Mientras que mucha gente votó contra él porque sentía que el liberalismo o la democracia estaban amenazados, muchos otros se movieron hacia la derecha por la misma razón: porque sentían que esa era la manera de defender las normas democráticas contra las intransigencias “woke” o el control de las élites. No sabemos qué perspectiva, si es que alguna, será reivindicada en 2025 y en el resto del cuatrienio de Trump. Todo lo que sabemos es que ahora mismo nuestras categorías y postulados políticos centrales están en colisión y en el aire: hay un vigoroso desacuerdo sobre lo que significan tanto la democracia como el liberalismo, los realineamientos políticos e ideológicos inestables tanto en la izquierda como en la derecha, así como el papel de factores y actores “posliberales” tanto en el populismo de derecha como en el progresismo de izquierda. Pero de lo que no hay duda es que los dos partidos políticos estadounidenses están hoy quebrados. El Partido Republicano, habiéndose entregado en cuerpo y alma a la obediencia sectaria y sicofante de un demagogo populista y autoritario, está moralmente roto. El Partido Demócrata, que no ha sabido responder de manera convincente a las preocupaciones y aspiraciones de buena parte de la sociedad, está en crisis.
Hay varios ejemplos, sobre todo en la primera mitad del siglo XX, de líderes demagogo-autoritarios y xenófobo-nacionalistas que habiendo competido en procesos democráticos, una vez instalados en el poder reventaron a la democracia. Pero no hay ningún otro ejemplo en el cual un mandatario que enfrentó dos procesos de juicio político, que se negó a aceptar el resultado de un proceso electoral, que alentó un asalto sedicioso contra las instituciones, que encaró cuatro procesos criminales -siendo declarado culpable en uno de ellos por un jurado de sus pares, y que prometió recurrir al uso faccioso del Estado y a la venganza y retribución contra sus “enemigos” no solo haya podido volverse a postular como candidato presidencial sino que haya ganado. Por ello, todo aquel que con la debida alarma advierta que éste es un momento profundamente peligroso en la vida estadounidense -y por ende, para buena parte del resto del mundo- debe reflexionar seriamente acerca de dónde nos encontramos y por qué.
Nota: Con esta columna cierro 2024 y les agradezco haberme acompañado leyéndola a lo largo de estos meses. Que encaremos 2025 con determinación, convicción, valor y pasión.