Carta desde Washington

¿Troleo diplomático?

El afán de Donald Trump es peligroso, porque al tratar a la política internacional como si fuera un juego de mesa, está dando a entender que el mundo está gobernado por nuevas reglas.

Al otear el horizonte de las relaciones internacionales en 2025, hay dos aseveraciones irrefutables que además se refuerzan mutuamente: es probable que las fricciones geopolíticas sigan siendo más intensas que en cualquier otro momento en las relaciones internacionales desde el ocaso de la Guerra Fría; y la gestión de Donald Trump -y el rumbo que tome Estados Unidos en los próximos cuatro años- reverberará en el mundo durante las próximas décadas.

El retorno de Trump al poder coincide con un mundo que parece encaminarse hacia una volatilidad y fluidez aún mayores. Al mismo tiempo, la incertidumbre sobre la política económica y comercial -turbocargada ahora con la amenaza de aranceles y el nacionalismo económico que se avecinan en Washington- ha alcanzado los niveles más elevados desde la pandemia. A esto se suma el rápido avance de las tecnologías de vanguardia (en particular, la inteligencia artificial generativa) que ofrecen el potencial de alterar significativamente la economía global y a la vez convertirse en el principal frente de desinformación y competencia entre las naciones. Y el hombre que juró el cargo en la Rotonda del Capitolio hace nueve días es mucho más poderoso esta vez y, con las ya casi 100 órdenes ejecutivas firmadas en su primera semana de gestión y su particular obertura diplomática, demuestra que llega a la Oficina Oval con una agenda detallada para provocar un cambio radical no solo en la forma en que se gobierna EU, sino particularmente en cómo se relaciona con el resto del mundo.

¿Cómo leer el vandalismo diplomático con el que ha iniciado su gestión, amenazando con retomar el Canal de Panamá, forzar a Dinamarca a venderle Groenlandia, o sugerir que Canadá debiera ser anexada? Sí, muchos argumentarán que son bravatas y fanfarronerías, y es posible que lo sean, una mezcla entre Los Tres Chiflados y Los Soprano. Pero también podría haber método detrás de la locura. Es decir, una lógica, una ambición estratégica, que une esas provocaciones y ese troleo diplomático a esas naciones aliadas, el rebautizar el Golfo de México, su amenaza de aranceles a socios comerciales o invocar el nombre de William McKinley, el tercer presidente estadounidense asesinado en la historia y a quien se le recuerda principalmente por su promoción del imperialismo estadounidense con el cierre del siglo XIX, imponiendo aranceles a las importaciones y librando una “pequeña y espléndida guerra” contra España -con ello convirtiendo a Filipinas en una colonia estadounidense y haciéndose de Guam y Puerto Rico y convirtiendo a Cuba en protectorado- o anexando Hawái. De entrada, lo que muchos observadores y muchas capitales -sobre todo en nuestro continente- escuchan es una nostalgia por el Destino Manifiesto, aliñado con un aspecto central de la visión del mundo de Trump: su convicción de que se ha ‘abusado’ de Estados Unidos en las relaciones internacionales. En una diatriba que en su revanchismo postsoviético Putin haría suya, Trump declaró en su discurso de toma de posesión: “No permitiremos que se aprovechen de nosotros por más tiempo”. A manera de anécdota, yo escuché en corto y en persona esa perorata cuando en la Gala Internacional de la Cruz Roja, en Mar-a-Lago, en 2012, me tocó, como embajador mexicano, estar sentado a su lado y me hizo hincapié en que los mexicanos éramos unos “fregones” porque nos habíamos aprovechado de EU al “embaucar” a Washington y negociar “genialmente” el TLCAN.

Este giro discursivo neoexpansionista -y, si nos guiamos por lo transcurrido en su llamada telefónica con la primer ministra danesa la semana pasada, quizá más que retórico- es sorprendente para un hombre más conocido por el aislacionismo y por querer que la nación se atrinchere detrás de un muro fronterizo. Pero Trump sabe que esta cantaleta de MAGA -no sólo una de grandeza sino también potencialmente ahora en su extensión territorial- se inspira en una visión de un Estados Unidos en perpetuo crecimiento, en su poderío económico y militar, pero también en su tamaño. Con estas referencias a la expansión territorial, Trump no solo está excitando a su base con visiones de una nación que se extiende desde el Ártico hasta Panamá. También hace eco de quienes forjaron a la joven nación, muchos de los cuales pensaban de manera similar que Estados Unidos tenía que expandirse para prosperar. La táctica imperial de Trump parece un intento de salir de un percibido punto muerto, de decir, que no hay límites (véase la floritura en su discurso de inauguración de plantar la bandera estadounidense en Marte, para gran retozo de Elon Musk), que el país tiene un futuro.

Pero a la vez, quizás esté mirando incluso más hacia el futuro que al pasado, hacia un mundo donde el ‘orden internacional basado en reglas’ ya no aplica y donde el poder sobre la economía global se ha descentralizado a tres zonas de influencia: China en el este de Asia, Rusia en el corazón de Eurasia y Estados Unidos en el hemisferio occidental, desde Groenlandia en el Ártico hasta Chile en el extremo sur. Y si es que efectivamente sí hay un método en la locura, ¿será eso lo que une las provocaciones a Canadá, Dinamarca, México y Panamá? En esa visión, lo que haría que Estados Unidos volviera a ser grande serían los minerales críticos extraídos en Groenlandia, con la reactivación de la vieja base aérea de la Guerra Fría en Thule; una economía norteamericana que controle petróleo, gas y minerales críticos canadienses; México como plataforma de producción y fuente de seguridad alimentaria; un muro físico en la frontera de los ríos Colorado y Bravo, y dos virtuales, en el Suchiate y Darién, para mantener al resto fuera (ergo su declaración de que EU “no necesita” a Latinoamérica); y acceso privilegiado al Canal de Panamá marginando a China, con una versión trumpiana de la Doctrina Monroe que defina a América como la zona exclusiva de poder y protección de Estados Unidos.

¿Y cómo cuadraría esto con el resto del mundo? Aceptando las esferas de influencia china y rusa para que Moscú y Beijing reconozcan la suya, cortando así el nudo gordiano que ha atado los intereses estratégicos de EU a Europa y Asia desde 1945 y contra los cuales despepita Trump, y de paso echando por la borda la visión de que EU proporcione bienes públicos globales en un orden internacional liberal basado en reglas. Sin embargo, como acotó Churchill en su momento, “en la historia yacen todas las lecciones para el arte de gobernar” y la presidencia de McKinley, correctamente entendida, ofrece lecciones importantes sobre por qué las referencias e inferencias que deriva de ella, Trump podrían ser autogoles o autodestructivas. Lo último que Estados Unidos necesita en este momento es verse envuelto en guerras arancelarias y comerciales, y mucho menos en enfrentamientos con otras naciones por los sueños de Trump de adquirir más bienes raíces. Y aquí es donde el afán de Trump se vuelve peligroso, porque al tratar a la política internacional como si fuera un juego de mesa, está dando a entender que el mundo está gobernado por nuevas reglas, que en realidad son las viejas: los poderosos hacen lo que quieren; los débiles sufren lo que deben.

A pesar de todas sus deficiencias e hipocresías, el orden global que surgió al final de la Segunda Guerra Mundial impulsado por EU promovió la idea de que la cooperación, no la agresión, debería ser el supuesto punto de partida de la diplomacia de posguerra. Las agresivas fantasías de anexión de Trump –sus amenazas de expandir “nuestro territorio”, de usar aranceles punitivos o la fuerza militar para reorganizar las fronteras y doblar a otras naciones– sugieren al mundo lo contrario. Trump está enviando una señal clara de que el dominio, no el mutualismo, es el nuevo principio organizador de las relaciones internacionales y que la doctrina de conquista, que se creía extirpada en Occidente, sigue siendo válida. Y Beijing y Moscú frotándose la manos con los ojos puestos en Taiwán y las naciones bálticas y Moldova, respectivamente.

Estados Unidos alguna vez defendió el derecho internacional para gestionar las relaciones internacionales. Hoy, con la llegada de Trump parece promover la ley de la jungla, donde cada país se defiende por sí mismo y el más poderoso se impone al más débil. El poderío diplomático estadounidense, sobre todo a partir del deshielo bipolar, no sólo estuvo construido sobre la base de sus capacidades económicas, militares, tecnológicas, educativas, culturales y diplomáticas. Como Gulliver, que de alguna manera se deja amarrar por los liliputienses, la influencia y peso de EU se derivaban en buena parte de su voluntad de dejarse constreñir por un sistema internacional liberal basado en reglas. Hoy, con Trump parece navegar sin atadura alguna hacia una postura basada en el despliegue de poder duro. Pero más que un paradigma de ‘América primero’, el que Trump está articulando es el de ‘América sola’, aislando a su país, confundiendo y alienando a aliados y socios, y de paso mermando el papel del país en el mundo. Pero más grave aún, al enarbolar para el país más poderoso una visión hobbesiana del mundo, Trump prácticamente garantiza reciprocidad hobbesiana por parte de todas las demás naciones hacia Estados Unidos.

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