Benjamin Hill

Las libertades a las que no podemos renunciar

Discutir la forma en la que deben hacerse realidad los derechos de las personas es un debate que debe mantenerse vivo y abierto, aun cuando existan voces con las que no coincidimos.

La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano publicada por la revolucionaria Asamblea Nacional Constituyente de Francia en 1789, es un documento escrito a dos manos, la de Thomas Jefferson y la del Marqués de Lafayette e inspirado en las ideas de la Ilustración. Se trata de un documento que ha tenido una influencia histórica muy importante en el desarrollo de los conceptos de libertad individual y de democracia en todo el mundo. Esta declaración pertenece a una estirpe de documentos históricos con los que comparte su ADN, un cierto aire de familia, y entre los que están la Carta Magna inglesa de 1215, que limitó las arbitrariedades del rey Juan ‘sin tierra’, y aumentó el control de sus actos por el Parlamento; la Declaración de Independencia de Estados Unidos –en la que también Thomas Jefferson tuvo una participación eminente–, y desde luego, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU de 1948, por citar solo a los más conocidos. Múltiples documentos fundacionales de un gran número de países, declaraciones de independencia, constituciones, cartas de derechos y otros, están inspirados en este linaje de textos históricos que han tratado a lo largo de muchos siglos de establecer un conjunto, un cuerpo derechos que son inseparables de lo humano y que son la base de la defensa de las personas ante los abusos de los poderosos. Son el cimiento de las libertades de todos nosotros, de la libertad de expresión, la libertad de culto y en términos más generales, de la libertad de cada uno de perseguir nuestra propia felicidad. Gracias a esas ideas, hemos podido remontar y acabar con instituciones como el comercio de esclavos y la discriminación con base en el género y la raza, aunque es verdad que en cada uno de esos temas hay aún pendientes importantes. Pero aún si persiste esa labor inacabada de hacer realidad en la tierra los ideales descritos en esos documentos, podemos felicitarnos de haber logrado sembrar en una gran parte de la humanidad una conciencia bastante extendida sobre la importancia de proteger los derechos ahí descritos. Son los ideales a los que aspiramos muchos y representan el parámetro con el que valoramos si existe justicia o no en las acciones de los dirigentes políticos, y sobre cómo esas acciones determinan la legitimidad democrática de los gobiernos. Toda la construcción política, social, legal, histórica y cultural que ha llevado a establecer derechos básicos ha sido desde luego, revisada y adaptada a nuevos tiempos y a nuevas realidades. De ahí se han abierto discusiones sobre los derechos llamados de segunda y tercera generación, y que son precisamente eso, generaciones que parten de un antepasado común.

En años recientes se ha presentado un debate sobre la pertinencia o no de estos derechos humanos de segunda y tercera generación. Sobre si los derechos humanos han ‘individualizado’ en extremo a las personas y nos han hecho perder ‘humanidad’. Esta visión crítica de la construcción histórica de los derechos humanos propone que esta deshumanización individualista se debe entre otras causas a la globalización del comercio, a la confianza ciega en la ciencia, al multiculturalismo que abre el camino libre a la migración, al avance de las tecnologías de la información y los algoritmos del big data, y desde luego, a las políticas económicas neoliberales. Un ejemplo de esta crítica es el escritor francés Grégor Puppinck, representante del Vaticano ante los comités de expertos del Consejo de Europa, autor del libro Mi deseo es la ley. Los derechos del hombre sin naturaleza, en donde expone algunas ideas que definen una de las vertientes de la crítica a los derechos humanos y a movimientos como el feminismo y en específico, al movimiento a favor de la libertad de las mujeres a interrumpir su embarazo. Puppinick propone como solución a los nuevos derechos individualistas y deshumanizantes al abandono de la voluntad de las personas en favor del ser, el preferir otro bien a nosotros mismos, ejercitar la caridad. Una crítica menos sofisticada a los derechos humanos pero quizá inspirada en visiones conservadoras como las de Puppinick, viene de líderes políticos populistas, que se han montado en la ola de la crítica revisionista de los derechos humanos de primera, segunda y tercera generación para consolidar su apoyo político promoviendo la desconfianza o la franca condena de la sociedad a la ciencia, el libre mercado, la libre migración, la libre expresión, y los derechos de las mujeres y de las minorías a partir de enfatizar la idea de que hay un ‘pueblo’ opuesto a una ‘élite’ y que esos derechos son una expresión de la dominación del pueblo por la élite.

Discutir la forma en la que deben hacerse realidad los derechos de las personas es un debate que debe mantenerse vivo y abierto, aun cuando existan voces con las que no coincidimos. Pero cuando la discusión se suprime desde el poder y desde ahí se pretende imponer una visión única sobre los derechos de las personas, una visión que cancela de antemano la legitimidad de movimientos como el feminismo, el ambientalismo, a los mismos derechos humanos y la protección de los animales, estamos frente a lo que precisamente motivó a los revolucionarios franceses a publicar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: la necesidad de reafirmar la libertad de los individuos y de prevenir los abusos desde el poder.

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