Benjamin Hill

Culiacán y las renuncias

Lo que pasó en Culiacán, sin dejar de ser una muestra de grave incapacidad del gabinete de seguridad, es congruente con las propuestas, expresiones y discurso del presidente.

Nunca creí en la frase "Si no pueden, renuncien", que resonó hace unos años como lema de quienes querían una reacción más eficaz del gobierno frente al crimen. Y no es que cuestione las intenciones de quienes pedían la renuncia de los funcionarios encargados de la seguridad y la procuración de justicia, algunos de ellos víctimas directas de los delincuentes. Al contrario, creo que es indispensable que al gobierno se le critiquen sus errores y se le exijan mejores resultados, es parte de la vida en democracia. Sin embargo, pedir la renuncia no es más que un desahogo de la indignación, un grito de dolor, una válvula de escape para la frustración si se quiere, pero que termina siendo reduccionista y estéril.

Pienso en esto mientras contemplo la arena en la que se construye la opinión pública, y que muy fácilmente podemos diseccionar con cuchillo sin filo entre quienes se regodean con el fracaso del gobierno en el operativo de Culiacán, pidiendo renuncias sumarias, como si les diera gusto que los hechos confirmaran sus prejuicios y, por otro lado, están quienes tratan de vendernos el frustrado arresto del ahora célebre Ovidio Guzmán como si fuera un éxito del espíritu humanista.

En realidad, lo que pasó en Culiacán, sin dejar de ser un sonoro fracaso operativo, de coordinación, de comunicación y una muestra de grave incapacidad del gabinete de seguridad, es congruente con las propuestas, expresiones y discurso del presidente, por lo que no deberíamos estar sorprendidos, desengañados ni tampoco indignados. El gobierno actuó en congruencia con sus propuestas.

No nos debemos sentir engañados porque desde hace ya varios años, el presidente ha denunciado la estrategia en contra del crimen organizado de los dos pasados gobiernos, que en gran parte se organizaba en torno a la desarticulación de las bandas criminales por vía de la neutralización –esto es, el arresto o muerte– de sus líderes. Siempre habló de concentrar los esfuerzos del gobierno en atacar las que a su juicio son las causas de la criminalidad, principalmente la miseria. Siempre dijo que, en lugar del uso de la fuerza, prefería el camino de la negociación para contener a los cárteles. Siempre sostuvo que era partidario de los abrazos para sustituir a los balazos y que prefería que los sicarios se convirtieran en becarios. Más recientemente, ha apelado a que sea la presión familiar, en particular de las madres de familia, la que convenza a los criminales de abandonar el delito y vivir una vida honesta.

Por eso, me parece perfectamente congruente que, ante la alternativa de enfrentar al Cártel de Sinaloa, desarticular el operativo con el que paralizaron a Culiacán y con eso poner en riesgo la vida de civiles, frente a la opción de dejar libre a Ovidio Guzmán, el presidente optó por lo último. La decisión en realidad, se la pusieron fácil. Capturar a Ovidio a toda costa no está dentro de sus prioridades, no es parte de su estrategia de combate al crimen organizado. Es más, esta 'guerra' contra los cárteles no la inició el presidente, no es su 'guerra', no tiene por qué hacerla suya ahora y no tendría por qué meterse de lleno en un enfrentamiento costoso, de pronóstico reservado y que, además, le iba a hacer responsable indirecto de la muerte de un número indeterminado de civiles e integrantes de las fuerzas de seguridad.

Con independencia de que estemos de acuerdo o no con lo que se hizo, con independencia de las consecuencias futuras de la decisión –que las tendrá y graves–, y tomando en cuenta las propuestas históricas y el discurso del presidente, la decisión era previsible ante una situación como la de Culiacán y no hay duda de que lo que pasó es congruente con su visión del problema de seguridad pública.

La diferencia radical con lo que se ha hecho hasta ahora en materia de seguridad y la pastosa ambigüedad con la que el presidente ha tratado de comunicar y delinear esta nueva estrategia –que con todas sus contradicciones nos ha dejado a muchos desorientados–, genera todavía extrañeza y confusión entre los encargados de aplicarla. Lo que vimos en Culiacán es un primer ensayo, es la afinación, el ajuste de la estrategia de seguridad del presidente, cambio que aún no se comprende del todo por los miembros del gabinete de seguridad y las instituciones a las que representan, acostumbradas a la mano dura, a defender sus posiciones y a responder fuego con fuego.

No veo por qué debemos pedir la renuncia de los miembros del gabinete de seguridad, si lo que han hecho es precisamente lo que el presidente esperaba de ellos. Todos lo sabíamos, estaba ahí, se nos avisó. Supimos durante meses cuál era la propuesta de campaña. Muchos votaron por él y ganó la elección. En ese discurso se puede ver claramente cuál sería la orientación de la política de seguridad expresada por el presidente en el periodo de transición y desde que entró en funciones. Debemos estar preparados para ver en el futuro y con frecuencia a los cuerpos de seguridad pública conteniendo su actuación, retirándose y dejando actuar a los delincuentes en caso de que, a juicio del presidente, los cálculos de los operativos entreguen un costo inmediato y significativo de vidas humanas, sin importar las consecuencias que tengan esas decisiones en el largo plazo.

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