Benjamin Hill

El dilema del control de la corrupción

Para enfrentarla, además de ser tremendamente peliagudo desde el punto de vista técnico, implica necesariamente de voluntad política sincera por parte de los tomadores de decisiones.

Pocos temas de política pública son tan complicados como el control de la corrupción. De hecho, tal vez ninguno sea tan complejo. Podría opinarse que lograr el crecimiento económico sostenido con estabilidad, la reducción de la desigualdad y el abatimiento de la pobreza, son también temas de la agenda de los gobiernos que colocan a los diseñadores de políticas públicas en un tupido enredo, por la complejidad técnica que envuelve su solución. Pero ninguno de esos problemas, con toda su complejidad, se asemeja al control de la corrupción, porque para enfrentarla, además de ser tremendamente peliagudo desde el punto de vista técnico, implica necesariamente de voluntad política sincera por parte de los tomadores de decisiones. Y eso no es fácil.

Es cierto que hay obstáculos políticos que deben valorarse cuando se buscan alternativas para impulsar el crecimiento económico, pues es posible que las políticas de crecimiento afecten intereses particulares. Pero por regla general, siempre hay claridad de que el objetivo último de generar oportunidades de desarrollo para la sociedad entera está por encima de intereses particulares. Ahí no existe un dilema para el gobierno: pasar por encima de intereses particulares para impulsar el desarrollo económico es una obligación, un imperativo. Si un gobierno se deja vencer por intereses particulares, eso representa, claramente, un fracaso. Algo parecido puede decirse del abatimiento de la pobreza. Fuera de las complejidades técnicas, los gobiernos tampoco enfrentan un dilema. El trabajo del gobierno lleva implícito tratar de reducir la pobreza de la población, eso representa un reto de política pública, pero no es un dilema.

El problema central del control de la corrupción en los gobiernos es que plantea dilemas de gobernanza para los políticos. No solamente se trata de las dificultades técnicas de implantar una agenda real para reducir la corrupción; los políticos muchas veces se enfrentan a la decisión de controlar la corrupción, o de simplemente simular.

En muchos países parecidos a México, pensemos en Brasil, Sudáfrica, India, la corrupción política es vista por los políticos como una herramienta de gobernanza, de control político, de estabilidad del sistema, de lograr balances entre grupos políticos en disputa. Las prebendas, contratos, privilegios, información valiosa, favores y ventajas legales e institucionales se administran en razón del eje amigo-enemigo y de la búsqueda de estabilidad política, y no en términos de un control real de la corrupción, de la integridad pública, del Estado de derecho.

En el peor de los casos, el control de la corrupción se convierte en un arma en manos de los gobiernos para administrar una justicia parcial y con sesgos políticos, favorable a los amigos y hostil hacia los enemigos.

El control de la corrupción requiere, en primer lugar, que el gobierno sea imparcial en la aplicación de la ley y las reglas del juego. En Making Sense of Corruption (2017), libro del que ya hemos escrito en estos artículos, Bo Rothstein y Aiysha Varraich encuentran, apoyados en numerosos estudios, que lo contrario a la corrupción no es la transparencia o la integridad, sino la 'imparcialidad procedimental', que todos sean tratados de forma imparcial en su interacción con el gobierno. Pero cuando el control de la corrupción se vuelve una herramienta política para asegurar la gobernanza, premiar a los amigos y castigar a los enemigos, no puede haber imparcialidad y su propósito se pervierte desde la médula. Rothstein y Varraich no están solos; Alina Mungiu-Pippidi llega a la misma conclusión en The Quest for Good Governance (2015), libro en el que propone condiciones para que las sociedades transiten del 'particularismo' que identifica a una sociedad corrupta –nepotismo, patrimonialismo, clientelismo, soborno– a una 'universalidad ética' –imparcialidad, igualdad, impersonalidad– que defina la distribución de bienes y servicios en una sociedad libre de corrupción.

Hace unos días se publicó en el Diario Oficial el Programa Sectorial Anticorrupción del gobierno federal. A pesar de que está alineado a un Plan Nacional de Desarrollo que no es más que un compendio de fórmulas retóricas cargadas de prejuicios ideológicos, el programa incluye algunas propuestas de acciones interesantes que, adecuadamente implantadas, pueden ayudar a reducir la corrupción. Pero un buen programa no va a servir de nada si no existe la voluntad sincera del gobierno de emprender esa tarea de forma imparcial. Ha sido desilusionante ver cómo el gobierno federal ha utilizado sus herramientas de control de la corrupción para intimidar a quienes considera enemigos políticos, como en el caso del expresidente de la Comisión Reguladora de Energía, quien fue injustamente calumniado, e incurre al mismo tiempo en descaradas omisiones, al no investigar a los miembros del gabinete que han falseado o manipulado sus declaraciones patrimoniales.

Ese es precisamente el dilema del control de la corrupción: puede ser una herramienta para la gobernanza y para repartir favores y castigos a amigos y enemigos, pero no se estaría controlando realmente la corrupción, pues se omite el ingrediente principal: la imparcialidad. El control real de la corrupción requiere abandonar la visión de que puede utilizarse como una herramienta política de uso parcial y discrecional, y eso es algo que no hemos visto todavía.

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