Benjamin Hill

La disyuntiva del gobierno en el combate a la corrupción

La estrategia del gobierno en el combate a la corrupción, contaminada hasta el tuétano por cálculos electorales, ha sido hasta ahora utilizar a las instituciones para voltear al pasado.

El gobierno se encuentra en una disyuntiva en cuanto a su estrategia de combate a la corrupción. Puede seguir tratando de concentrar celosamente la agenda y apostarle a llevarse el mérito político por los posibles avances que pueda haber –y que no ha habido–, como lo ha hecho hasta ahora, o puede tender puentes con la sociedad civil y medios de comunicación para sumar fuerzas en la identificación e investigación de casos de corrupción.

La estrategia del gobierno en el combate a la corrupción, contaminada hasta el tuétano por cálculos electorales, ha sido hasta ahora utilizar las instituciones anticorrupción para voltear al pasado, ajustar cuentas con antiguos rivales políticos y traer a mecate corto a grupos o individuos a los que considera adversarios políticos, como lo han hecho con empresarios, líderes sindicales, integrantes de otros poderes y de órganos autónomos. La continuidad de esta estrategia implica, como ha sido hasta ahora, una cadena interminable de desatinos, tropiezos y contradicciones entre lo que ocurre en la realidad y un discurso anticorrupción que tiene méritos, pero que es cada vez más difícil de justificar. Implica que el gobierno seguirá siendo sorprendido por casos de corrupción no del pasado, sino de hoy, cometidos en esta administración por funcionarios nombrados por el presidente, y descubiertos in flagrante delicto, pero no por las instancias de control del gobierno, sino por medios de comunicación que investigan y organizaciones de la sociedad civil que piensan y analizan. Cada investigación, cada nuevo reportaje en el que se presentan casos de corrupción pública de esta administración le generan al gobierno un aturdimiento y un rechazo irreflexivo que provoca respuestas tardías e inconexas.

Es justo decir que el combate a la corrupción es una tarea sumamente ingrata. La principal función de un sistema de control de la corrupción en un gobierno es preventiva, y lo que se previene no puede cuantificarse ni presumirse como logro. Hay un trabajo permanente y difícil que desarrollan las contralorías que no se ve y por tanto, no se reconoce. Es un trabajo complejo que enfrenta además obstáculos estructurales. El diseño institucional del país tiene instancias anticorrupción que trabajan de forma desvinculada, desagregada y descoordinada, mientras que las redes de corrupción operan en compacta y armónica complicidad, como cazadores de una tribu. El combate a la corrupción enfrenta además dificultades políticas, pues cuando hay un caso de corrupción que involucra a personajes de alto rango político o a sus familiares, las instancias de control de la corrupción se quedan pasmadas, vacilan y se equivocan. Ante estas enormes dificultades parecería que no hay opción, el gobierno necesita de forma urgente sumar aliados para reforzar su capacidad de controlar la corrupción.

Pero en lugar de eso, ha optado por rechazar los esfuerzos de medios y organizaciones que investigan casos de corrupción. En esto hay una tremenda contradicción; por un lado el gobierno ha fomentado como nunca antes la denuncia ciudadana, con nuevos sistemas y mecanismos de protección a los denunciantes, pero cuando medios y organizaciones denuncian públicamente actos de corrupción, se les ataca y estigmatiza. El gobierno también se contradice cuando, además de cuestionar las intenciones de las organizaciones y medios que denuncian casos documentados de corrupción, utiliza sus instituciones para exonerar a los involucrados y descarrilar la posibilidad de darle cauce institucional real a la denuncia.

Más allá de la falta de congruencia del gobierno, lo cierto es que por más vasto que sea un sistema de contralorías que trabaja de forma transversal en la administración pública, nunca podrá competir con la capacidad de obtener información que tienen los medios de comunicación, ni tampoco podrá competir con las habilidades que hoy tienen las organizaciones sociales especializadas en analizar casos de corrupción, y que pueden dedicar tiempo y talento al estudio de casos concretos, sin interferencias políticas.

Esa es la disyuntiva actual del gobierno; puede seguir alienando y estigmatizando a medios y organizaciones de tener intereses ocultos y dobles agendas en una inútil disputa por ver quién encabeza realmente el combate a la corrupción. Eso sumaría a la descoordinación existente entre las agencias anticorrupción del gobierno, una descoordinación y una ausencia de puentes comunicantes entre el sector público, los medios y la sociedad organizada. La otra alternativa, más difícil y que requiere de compromisos, implica tener la creatividad y el valor de desarrollar esquemas de colaboración virtuosa entre sociedad y gobierno en la construcción de una agenda anticorrupción conjunta. Si se decide actuar por esa vía, tal vez ahora que el Sistema Nacional Anticorrupción se encuentra más consolidado y con el reciente cambio de liderazgo en el INAI, sea un momento propicio para empezar a definir alianzas y mecanismos de trabajo conjunto entre gobierno y sociedad civil.

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