Benjamin Hill

La fealdad de Putla

Tal vez Putla y otros lugares sean feos de acuerdo con los dichos y criterios de algunos, pero podrían dejar de serlo para las futuras generaciones, si creamos las condiciones para que vayan creando en su entorno físico.

No conozco Putla. No sé si es un pueblo feo, pero probablemente lo sea, como son feos también muchos lugares de México: pueblos, ciudades y barrios que crecieron en desorden, sin planeación ni lógica urbana, sin adoptar una estética coherente que vincule el aspecto físico de espacios y edificios con las tradiciones, clima e historia de la región. Este debate es de difícil abordaje, pues hablar de la fealdad de los pueblos y ciudades de México generalmente se toma como injuria personal e insulto al orgullo regional, lo que nos conduce a un callejón donde se atoran las discusiones, pues a nadie le gusta escuchar que un lugar cercano a nuestros afectos, por paisanaje o experiencia de vida, es feo. Pero por más incómoda que sea esa discusión, es preciso plantearla.

Sobra decir que en México hay muchos pueblos y ciudades que han conseguido mantener un entorno tradicional y con estilo propio que los hace muy bonitos. San Miguel, Pátzcuaro, Campeche, Oaxaca, San Cristóbal, Puebla, Álamos, Guanajuato, Zacatecas, Tlacotalpan, por mencionar sólo algunos ejemplos, pero desde luego hay muchos más. La existencia misma de todos esos lugares hermosos es una confirmación de que México tiene una sobrada conciencia estética, un sentido de estilo arquitectónico regional único y capacidad comprobada para la conservación y restauración física de los edificios tradicionales que hacen posible que sus habitantes puedan vivir literalmente rodeados de belleza.

Vivir en un lugar agradable es un factor determinante para elevar la felicidad y la salud de la población. Se sabe que caminar rodeado de arquitectura hermosa tiene un impacto favorable sobre la salud parecido al de caminar por un parque. Pero el objetivo de la creación de espacios urbanos atractivos va más allá de la salud y de la generación de impactos emocionales positivos; también se relaciona con el descubrimiento de significados y símbolos de pertenencia a la comunidad y del fortalecimiento de la cohesión social, lo cual genera dinámicas que favorecen la confianza interpersonal, la seguridad pública, la participación ciudadana y el bienestar general.

Desde luego, México no tiene los recursos como para echar a andar una renovación urbana generalizada de sus ciudades como la realizada por Haussmann en el París de Napoleón III, que arrasó con casi la mitad de la ciudad y la reconstruyó bajo parámetros que, en términos generales, aún se respetan y le dan a esa ciudad ese estilo particular que el mundo entero admira. A París le llevó toda una generación transformarse y sentar las bases de lo que es hoy, en un proceso que no estuvo exento de errores y de sacrificios, pero lo hizo.

Creo que es posible conciliar las necesidades de crecimiento y renovación de las ciudades, los intereses comerciales, los proyectos de infraestructura y la necesidad de proveer servicios públicos con un sentido de identidad estético que sea específico a cada lugar. Las ciudades no pueden ser un simple accidente, un episodio demográfico y geográfico que aparece y crece sin control. El espacio físico de las ciudades y pueblos debe inspirar un sentido moral de ciudadanía, de civitas; los edificios públicos, parques, teatros, museos, jardines, y lugares de culto deben ser una expresión de la identidad local y un referente de inspiración y estímulo para los rituales, tradiciones y conductas de sus habitantes.

Planear una reconfiguración estética de las ciudades no significa forzar artificialmente la implantación de un folclorismo postizo y fingido, un parque de diversiones de la mexicanidad hecho para los turistas. Se trata de recuperar o, en el peor de los casos, crear desde la tradición perdida una identidad, rescatar del caos y darle un orden al crecimiento urbano. Desde luego, tampoco se trata de proponer un ludismo que rechace sin más el progreso y la innovación. Hay un sitio en las ciudades para los edificios modernos, los rascacielos de acero y cristal y las aventuras arquitectónicas arriesgadas; tradición y modernidad pueden ser complementarios.

Hay desde luego, muchos temas que se cruzan y que es preciso discutir cuando hablamos de planeación urbana que van más allá de los aspectos estéticos, como son los relacionados con transporte, agua, drenaje, alumbrado, seguridad pública, protección del medio ambiente, abatimiento de la marginación, desarrollo económico y otros que son de capital importancia. Pero todos estos asuntos forman parte de la unidad urbana, se complementan y relacionan en la búsqueda de la felicidad de las personas, y en eso la belleza del entorno es un aspecto central que se vincula con cada uno. Es preciso cerrar la distancia que a veces se abre entre el conocimiento especializado de los expertos y personas con autoridad en cada uno de esos temas –arquitectos, ingenieros, diseñadores y planeadores urbanos, servidores públicos– y la existencia diaria de las personas. Sería muy útil alcanzar un consenso general que reconozca la importancia de la belleza y la estética tradicional dentro de una visión más amplia de las ciudades centrada en la búsqueda de la felicidad. Tal vez Putla y otros lugares sean feos de acuerdo con los dichos y criterios de algunos, pero podrían dejar de serlo para las futuras generaciones, si creamos las condiciones para que vayan creando en su entorno físico, aunque sea poco a poco, una identidad y sentido estético propios.

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