Son miles y miles: 10 en promedio cada día entre el Bravo y el Suchiate. De Mariana Sánchez Dávalos, quien hacía su servicio social como estudiante de Medicina en la Universidad Autónoma de Chiapas en Ocosingo, y que apareció muerta hace unos días en su cuarto tras denunciar el acoso sexual del que era persistentemente objeto sin que aquellas/os a las/os que recurrió buscando protección hubieran hecho nada al respecto, conocemos su nombre. De la inmensa mayoría de esa infinidad de mujeres mexicanas que perdieron la vida por ser mujeres y que no tendrían por qué estar muertas hoy no llegamos a enterarnos siquiera de su nombre. Tampoco sabemos a qué se dedicaban, qué las movía, qué música les gustaba o cuál era su siguiente proyecto. Legiones de vidas con cuerpo de mujer que se quedan truncas, y, al hacerlo, dejan tras de sí una estela de dolor inimaginable en sus amigas y sus amigos, sus familiares, sus madres.
Decenas y decenas de mexicanas cuyo derecho a estar vivas no es protegido ni por las autoridades responsables de asegurarlo, ni por sus propias comunidades. A veces, porque esas comunidades y algunas autoridades ejemplares interesadas en hacer su trabajo simple y sencillamente carecen de los recursos, la fuerza y la información para ello. A veces, porque las comunidades en las que vivían nuestras muertas están ellas mismas rotas. Las más de las veces, me temo, porque a la mayoría de las autoridades de nuestro país y al grueso de la sociedad mexicana realmente existente el tema de que nos maten a las mujeres mexicanas por ser mujeres no les parece tan importante.
No puedo explicármelo de otra forma. Tampoco alcanzo a entender, confieso, cómo es que algo tan monstruoso no logra concitar la energía colectiva requerida para detenerlo. La repulsión moral, la indignación suficientemente amplia e intensa como para dejar de hacer discursos y proceder mejor a arremangarse y ocuparse de construir, para empezar, las capacidades de investigación policiaca requeridas para acabar con esta pesadilla.
Sabemos ya que, a diferencia de los asesinatos sin contenido de género, mismos que involucran una multiplicidad enorme de posibles motivaciones y de posibles perpetradores, en el caso de los feminicidios, el radio en el que se ubican los posibles culpables es más estrecho. Gracias al trabajo de investigadoras mexicanas rigurosas, brillantes y tenaces como Estefanía Vela, entre otras, contamos con análisis estadísticos muy serios que indican que la mayoría de los feminicidios en México son cometidos por hombres cercanos a la víctima. Parejas o exparejas sentimentales, familiares hombres, jefes o compañeros de trabajo. Saber esto importa mucho, pues nos indica que las labores de investigación policiaca de las que depende la posibilidad de identificar culpables, hacer justicia, y, con ello, empezar a inhibir ese tipo de conductas son, en principio, significativamente menos complejas y onerosas que las de identificar, perseguir y enjuiciar a los/las perpetradoras/res de los homicidios dolosos sin contenido de género.
¿Cómo explicar, por ejemplo, el que, y como ha señalado Ana Laura Magaloni, algún gobernador no viera en estos datos una oportunidad para montar una unidad especializada en feminicidios dentro de su fiscalía estatal, capaz de reportarle algunos éxitos importantes en el corto plazo y, con ello, singularizarse e incrementar su capital político, incluso si el hecho de que maten a las mujeres de su entidad no le quita el sueño? Difícil entender que casi ninguno lo haya hecho. Muy difícil.
¿Por qué será que nos siguen matando y no pasa nada? ¿Por qué será que toda la larga cadena de agresiones de las que somos objeto las mujeres en México y que, para demasiadas, termina con la muerte, no la detiene nadie? ¿Qué otra especie animal ataca, violenta y hace sufrir tanto a sus hembras? ¿De cuál virus, de cuál enfermedad tan repelente y mortal se trata esta?
Suspendamos las celebraciones del Día de la Madre, hagamos del 8 de marzo un grito de basta que cimbre a México entero, vayamos a la huelga en la cama, en la cocina, en la escuela y en nuestros lugares de trabajo. Hagamos lo que haga falta para romper esta perversa estructura de castas –no sólo de ricos sobre pobres, sino también de hombres sobre mujeres– que nos tiene hincadas a todas frente al miedo.
Esta pesadilla no habrá de cesar hasta que nos propongamos las mujeres mexicanas que cese y hasta que tengamos el poder suficiente para imponer que se detenga. O qué, ¿quieres seguir tú, lectora, temblando de miedo cada vez que anochece, cada vez que tu hija no te responde el teléfono?