Esta vez no fallaron las encuestas. Andrés Manuel López Obrador ganó las elecciones presidenciales del domingo pasado y lo hizo de forma contundente.
Contribuyeron a esa victoria diversos elementos. La tenacidad sin tregua de AMLO y su conocimiento íntimo de la realidad de tierra del país. El profundo descrédito del gobierno actual. Y, claramente, la fuerte división entre las élites mexicanas provocada, en parte, por la guerra que el gobierno de Enrique Peña Nieto le declaró a Ricardo Anaya, pero también por el distanciamiento de tiempo atrás entre ese gobierno y los segmentos más poderosos del empresariado.
Para los opositores del tabasqueño todos esos elementos configuraron la 'tormenta perfecta'. Para los de López Obrador, fueron abriendo espacios y oportunidades cada vez más amplios para propinarles una paliza a los encargados de organizar políticamente la defensa del statu quo.
En el fondo del resultado del domingo están la desigualdad y la exclusión social. Si bien en aumento, éstas no son nuevas y no alcanzan por sí mismas para explicar el resultado electoral. Lo que permitió la victoria de un candidato empeñado en hacer visibles a los invisibles de siempre fueron, sin duda, su tenacidad y el hartazgo creciente de los millones de mexicanos invisibles que se levantan todos los días en un país que les dice que no hay lugar para ellos. Tanto o más importante en ese resultado, sin embargo, fue la fractura del entramado de acuerdos a nivel de élite, que habían permitido gestionar la exclusión social en México durante las últimas décadas.
Es de celebrar, en primerísimo término, que la coincidencia entre el hartazgo de las mayorías y la división entre las élites haya podido procesarse dentro de los cauces institucionales. Se dice fácil, pero nada aseguraba que ello ocurriese así. Nuestras instituciones formales son débiles; los usos y costumbres de la democracia representativa no están bien arraigados aún entre nosotros; y lo grande de las posibles pérdidas para algunos de los beneficiarios más notorios del statu quo auguraba una batalla a muerte. Por fortuna prevaleció la razón y la mesura. Conviene reconocerles a los actores políticos y económicos el haber actuado con responsabilidad y congratularnos todos de ello.
Para ver y poder ir valorando los resultados del nuevo gobierno habrá que esperar a que entre en funciones y comience a operar. Es muy probable que antes de que ello ocurra, con todo, empecemos a ver efectos importantes de lo ocurrido el domingo pasado.
Dos me parecen especialmente destacables.
Primero, y como han apuntado diversos analistas, una posible recomposición de fondo de nuestro sistema de partidos. La derrota apabullante del PRI pudiera terminar en su desaparición. Los priistas nacieron al cobijo del poder y siempre han dependido de su ejercicio y disfrute. Con tan poco poder, muchos priistas sentirán la irresistible tentación de sumarse a las filas de aquellos que lo tienen, en especial a Morena. El PAN, por su parte, sale muy lastimado internamente de esta contienda y habiendo perdido algunas de sus principales brújulas ideológicas. Habrá que ver qué hace con ello, pero no puede descartarse la conformación de un nuevo partido que intente darle expresión y cobijo a los intereses y valores de los segmentos de la población ubicados en la parte derecha del espectro, mismos que se sintieron tan huérfanos en las elecciones de este año.
Un segundo efecto probable del triunfo de AMLO es una reconfiguración de las coordenadas del debate público. Como atinadamente ha señalado Fernando Escalante, llevamos muchos años instalados en un horizonte en el que el discurso dominante y buena parte del 'sentido común' mayoritario operan como si los postulados básicos del neoliberalismo fuesen idénticos a la realidad con mayúscula. Eso va a cambiar; de hecho, pudiera está cambiando ya.
Desde la noche del domingo, por ejemplo, vimos a analistas describiéndose públicamente a sí mismos como 'neoliberales'. Llama la atención, pues eso significa salirse del script dominante, según el cual esa forma de pensar y ver el mundo constituye la única posible (es decir, la única correcta y apegada a la realidad), y reconocerla como una entre diversas miradas posibles. Estimo que, en los próximos meses y años, habremos de atestiguar otros movimientos discursivos (más o menos auténticos, acertados o fértiles) que hagan evidente y, al mismo tiempo, contribuyan a trastocar los encuadres asumidos como ciertos. Ello plantea riesgos, pero abre también la posibilidad de refrescarnos la mirada y de ofrecernos nuevas oportunidades para pensar y repensarnos.
Hasta ahí vamos y no vamos mal. Cambio fuerte posible dentro del orden institucional vigente. Transformación probable de un sistema de partidos que, evidentemente, no se corresponde ya con la realidad social mexicana. Y, quizá, reseteo de nuestras coordenadas mentales y discursivas que abran (ojalá) maneras más productivas y eficaces para entender, discutir y encarar los enormes desafíos que enfrentamos.