Hace unos días en redes sociales se manifestó ira e indignación por un caso de violación en Estados Unidos. En este asunto, un joven que pasó seis años de su vida en la cárcel salió libre cuando su acusadora reconoció que toda la denuncia fue inventada, y todo el asunto había sido producto de su enojo.
Este no es un caso aislado. Dependiendo la fuente de información, se considera que entre 3 y 10 por ciento de los presos son inocentes en países avanzados. Aunque en México no hay datos muy claros, parece que la cuestión puede ser aún más grave dados los retos del sistema de investigación de ilícitos y los tiempos que toman los procesos.
Pero esto no es nada más un tema de las personas físicas y tampoco es un tema sólo de procedimientos penales. Se da en todas las materias, y las empresas se enfrentan también a este tipo de acusaciones falsas todos los días.
En materia de competencia se han dado varios casos de estos. En el inicio de la regulación de competencia en los noventa, un enorme porcentaje de las investigaciones no tenían ni pies ni cabeza y acababan en un desperdicio de recursos para todos. Las autoridades han hecho bien en subir el nivel de los requerimientos que se necesitan para iniciar un procedimiento, aunque ahora muchos argumentan que se les ha ‘pasado la mano’ y ya no hay denuncia que proceda y se le dé trámite en la Comisión Federal de Competencia Económica o en el Instituto Federal de Telecomunicaciones y se investigan pocos casos.
El sistema debe tener en cuenta los dos riesgos: errores tipo 1 o tipo 2, como los llaman los científicos. ¿Qué queremos, el error tipo 1 o falso positivo de sancionar inocentes o el error tipo 2 de falsos negativos donde quizá algunos culpables queden libres? La respuesta no es evidente y depende de muchas variables.
Lo importante es que los reguladores tomen en cuenta todas las implicaciones de dar trámite a las denuncias o diversas formas de acusaciones y no tomen el tema a la ligera. El solo hecho de una investigación daña la reputación de empresas y personas, implica enormes recursos tanto de los investigados como de los investigadores, y deslegitima al sistema en su conjunto. En los casos de competencia económica, por ejemplo, se estima que los costos para una empresa investigada pueden rondar los 4 millones de dólares por jurisdicción. Los costos para un regulador de competencia y luego el Poder Judicial, deben ser de dimensiones similares, comparados con sus más limitados recursos.
El problema puede ser más grave si se manipulan los programas de inmunidad, testigo protegido o similares. En un entorno de supuesta cooperación con las autoridades, las personas pueden manipular la información y obligar con ello a que la autoridad, al menos, tenga que corroborar todos los dichos e información de un exempleado enojado o un competidor. Esto, nuevamente, ha vuelto más escépticas a las autoridades y eventualmente ha generado desincentivos a cooperar para aquellos que realmente sí cumplen los requisitos. Las implicaciones para los acusados son dramáticas y es aquí donde más costo han tenido las ‘denuncias’ falsas.
Por otro lado, los denunciantes deben tener derechos y obligaciones claros. Nuestro sistema de competencia reconoce los derechos de denunciantes y el Poder Judicial ha obligado a los reguladores a abrir casos que cumplen con los requisitos de la denuncia cuando la autoridad ha desechado sin razón. El problema es que esto incrementa los costos de manera exponencial para denunciar y muchas veces se hace inviable seguir el proceso.
Es fundamental atender el reto y buscar el equilibrio adecuado entre investigar o no investigar, admitir o desechar denuncias. El centro del debate debe ser la protección de los derechos de todas las partes involucradas que permita reducir los errores. Con eso en mente, evitaremos escándalos como el de los inocentes en la cárcel, pero se tendrá el número de casos que un mercado como el mexicano exige para tener competencia.