Ante el importante aumento de los precios globales del petróleo y, por tanto, de las gasolinas, el gobierno mexicano decidió no traspasar este costo a los consumidores subsidiando su precio. Primero dejando de recaudar el impuesto especial (IEPS) a los combustibles y después aplicando incluso una tasa negativa a dicho gravamen. La Secretaría de Hacienda estima que este año el costo de subsidiar las gasolinas será de 397 mil 600 millones de pesos que equivalen a alrededor de 1.4 por ciento del PIB, los cuales serán cubiertos por el excedente de los ingresos petroleros resultante de que el precio de la mezcla mexicana ha sido significativamente mayor al proyectado en el Presupuesto de este año.
De no haber sido por esta política, la tasa de inflación de este año hubiese sido al menos dos puntos porcentuales más alta. Ello muy posiblemente hubiese llevado al Banco de México a apretar todavía más la política monetaria, resultando en un menor crecimiento económico. Dicho lo anterior, subsidiar las gasolinas no es una buena política pública.
En primer lugar, porque es una política sumamente regresiva: 28 por ciento del total recaudado por IEPS a combustibles es pagado por la población que se ubica en el decil de mayores ingresos, mientras que quienes integran el decil más bajo pagan solamente 2.0 por ciento. Es decir, dejar de cobrar (e incluso subsidiar) el IEPS para contener el alza de las gasolinas beneficia desproporcionadamente a las personas más ricas.
¿En realidad se puede pensar que es una buena idea utilizar escasos recursos fiscales para subsidiar a quienes llenan el tanque de sus camionetas de lujo? Desde un punto de vista de política pública, sería mejor destinar esos recursos a apoyar a la población de menores ingresos para mitigar el impacto del aumento en los precios de estos energéticos en su nivel de vida.
En segundo lugar, porque el subsidio impide la creación de incentivos para reducir el uso de energías contaminantes, lo que de otra manera podría contribuir a reducir el calentamiento global. La evidencia de países avanzados muestra que cuando aumenta el precio de las gasolinas, disminuye el uso del automóvil o aumenta la demanda por vehículos híbridos o eléctricos o del transporte público.
Ahora bien, desde una perspectiva de economía política, hay que reconocer que, en un gran número de países, los aumentos significativos en los precios de los combustibles han resultado en importantes protestas sociales. Hemos visto ministros de Hacienda perder sus trabajos por permitir ajustes importantes en el precio de las gasolinas. Hay que recordar las protestas que estallaron en nuestro país tras los aumentos de 2017, aun tratándose de una política necesaria, adecuada y progresiva, así como lo sucedido con los “chalecos amarillos” en Francia. Para las clases medias es complicado protegerse ante la variabilidad en los precios, por lo que muchos países intentan impedir aumentos significativos en los combustibles. Incluso Estados Unidos, con su mayor orientación al libre mercado, lo consideró este año.
Por todo lo anterior, creo que se deben considerar alternativas de política que no impliquen subsidiar las gasolinas por sus mencionados efectos distribucionales y ambientales negativos, pero que busquen disminuir aumentos importantes. Una forma de hacerlo sería comparar cada año el precio de la gasolina contra el promedio de los 10 años anteriores: cuando el precio observado se ubique por debajo, no se debería subsidiar el cobro del IEPS destinando dichos ingresos fiscales a un fondo que permitiera no aumentar los precios cuando estos suban por encima del promedio mencionado. Desde luego que podría haber ocasiones en que el fondo no sea suficiente para impedir un aumento, pero en la mayoría de las ocasiones se podría suavizar la fluctuación en los precios del combustible. Una solución como ésta permitiría no incurrir en una mala política pública, reconociendo al mismo tiempo las restricciones que imponen las realidades políticas.
El autor es economista en jefe de BBVA México.