En el mundo soplan vientos proteccionistas. Donald Trump ganó la elección presidencial en Estados Unidos después de hacer una campaña exaltando el valor de los aranceles. Argumenta que con mayores aranceles se logrará recuperar la actividad manufacturera en Estados Unidos y con ello recuperar empleos mejor pagados. Pero no sólo él y los republicanos, sino que también había voces en el Partido Demócrata pidiendo medidas más proteccionistas.
La realidad es que el equilibrio del comercio global relativamente libre que comenzó después de la Segunda Guerra Mundial trajo el periodo de mayor prosperidad en la historia de la humanidad. El libre comercio sacó de la miseria a miles de millones de personas en tan sólo China e India. Pero también trajo prosperidad en Estados Unidos, que fue su principal promotor. Esto lo anticipó la teoría económica desde que el economista británico David Ricardo desarrolló la teoría de la ventaja comparativa en el siglo XIX, según la cual el comercio permite a los países especializarse en sectores y productos en los que tienen ventajas relativas, trayendo más eficiencia y prosperidad en el mundo, tal y como ha ocurrido.
Ahora bien, la teoría económica dice que en el agregado se generará más prosperidad, pero no niega que puedan haber ganadores y perdedores. En efecto, el libre comercio puede resultar en que algunas personas pierdan sus empleos o que ciertas empresas desaparezcan. Pero las ganancias del comercio son suficientes para compensar a los perdedores y que exista una mejora generalizada en la población. Además, el libre comercio puede generar procesos de destrucción creativa como lo estableció el economista austriaco, Joseph Schumpeter, desde el siglo pasado. Cierto que pueden desaparecer empresas y sectores menos eficientes, pero esta dinámica permitirá que el capital y el trabajo fluyan hacia aquellos sectores donde la economía es más competitiva.
En todo caso, lo que sucedió es que los promotores del libre comercio en las democracias liberales olvidaron atender los citados efectos negativos. No se compensó a perdedores a través, por ejemplo, de impuestos a las empresas que obtenían ganancias extranormales gracias al libre comercio, para con ellos financiar seguros de desempleo a las personas afectadas; tampoco se lanzaron programas de capacitación para que la fuerza de trabajo estuviera en posibilidades de fluir hacia sectores más competitivos, como los relacionados con la economía del conocimiento y el mundo digital.
Dicho lo anterior, el problema es que imponer aranceles no traerá de vuelta los empleos ni la prosperidad. Hará que la economía sea menos eficiente, pues el capital fluirá desde sectores en los que la economía de Estados Unidos es menos competitiva a sectores aún menos competitivos, pero que contarán con la ventaja artificial del proteccionismo. Además, los aranceles serán inflacionarios, lo cual afectaría la capacidad de consumo de las familias y resultaría en niveles más altos de tasas de interés que tendrían efectos negativos en el crecimiento. Además, si se imponen aranceles a insumos, como lo ha establecido Trump, la producción estadounidense será menos competitiva.
Ofrecer prosperidad, mayores ganancias a las empresas y mejores salarios a los trabajadores mediante medidas proteccionistas es una trampa. Si ello fuera cierto, valdría la pena preguntarse por qué Michigan (que ha perdido empresas y empleos en las últimas décadas), no impone aranceles a las importaciones del resto de las entidades de Estados Unidos, como California y Texas. Es tan ridículo como afirmar que las tarifas regresarán los empleos perdidos en manufacturas a Estados Unidos.
Además, como ha dicho el economista Maurice Obstfeld, no se podrá cumplir con la promesa de beneficiar tanto a empresas como a trabajadores. Si los aranceles resultan en mayores salarios reales para los trabajadores (lo cual no está garantizado), esos mayores salarios reales afectarán la rentabilidad de las empresas.
Si en algún momento el mundo, como espero, vuelve a adoptar ese paradigma, no deberá olvidar compensar a los perdedores y facilitar el proceso mediante el cual el capital y los trabajadores puedan dirigirse fácilmente a los sectores más productivos. El libre comercio no tiene por qué ser un juego de suma cero.