El autor es economista en jefe de BBVA México .
El mundo está viviendo la recesión más profunda de los últimos cien años. El Fondo Monetario Internacional (FMI) estima que la economía global se contraerá en 4.9 por ciento en 2020. Muchos países tendrán contracciones en el segundo trimestre de este año de entre 30 y 40 por ciento a tasas anualizadas. Esto resultará en caídas económicas mayores a las que se vivieron en la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado, aunque esta recesión no será tan duradera como aquella, pues entonces se cometieron errores muy serios de política económica entre los que destaca que los bancos centrales de economías avanzadas mantuvieron la política monetaria restrictiva por mucho tiempo.
Afortunadamente esas lecciones se han aprendido bien y en esta ocasión la mayoría de los bancos centrales del mundo han reaccionado de forma decidida y sin precedentes. No sólo han reducido las tasas de política monetaria a niveles cercanos a cero, sino que también han tomado otras medidas como la adquisición de deuda gubernamental o incluso corporativa, la ampliación en la definición de colaterales elegibles y la provisión de liquidez en dólares. En general, la respuesta de los bancos centrales ha sido más profunda y más rápida que la que se observó en la crisis financiera global de 2008-2009. Estas medidas han permitido que los mercados financieros sigan funcionando correctamente, con niveles adecuados de liquidez y sin disrupciones significativas, y que el crédito siga fluyendo hacia la economía real. Además, las reducciones en tasas han significado un alivio en la carga financiera de empresas y hogares.
Esta laxitud de la política monetaria sin precedentes no traerá consigo presiones inflacionarias ya que estamos viendo una contracción significativa en la demanda agregada. Es cierto que también hay una contracción de la oferta y que hay cuellos de botella en las cadenas de suministro que han traído aumentos temporales en los precios de algunos bienes, pero eventualmente esta será una crisis en la que la oferta agregada se recuperará más pronto —a final de cuentas no hemos visto una destrucción de capital físico como las que se observan en guerras o en desastres naturales— y en cambio la demanda agregada tardará bastante más tiempo en recuperarse, en parte porque los balances de empresas y hogares se verán deteriorados y también porque las empresas serán más cautas en sus decisiones de inversión y las familias más precavidas a la hora de gastar. Todo esto significará que en la mayoría de las economías veremos condiciones significativas de holgura que tardarán muchos años en absorberse. Por tanto, no veremos presiones inflacionarias. Incluso en algunos países habrá más riesgo de observar episodios de deflación que de inflación elevada.
Por lo anterior, debemos esperar que la política monetaria en la mayoría de los países, incluyendo a México, vaya a permanecer en modo expansivo por un periodo largo de tiempo. En el caso de Estados Unidos, la Reserva Federal ya ha anunciado que no piensan empezar a discutir la posibilidad de subir tasas sino hasta por lo menos el año 2022.
La respuesta de política de los bancos centrales ha ayudado a mitigar los efectos de la crisis y a preservar un adecuado funcionamiento de los sistemas financieros. Pero no debe de cometerse el error de esperar que la recuperación económica y que las fallas estructurales que la pandemia ha dejado en evidencia, entre ellas la importante desigualdad, vayan a ser resueltas por los bancos centrales. Los gobiernos del mundo deben de actuar. Se requieren reformas que faciliten la inversión, que traigan mayor flexibilidad a los mercados laborales, fortalecer la calidad de los sistemas de salud cuya debilidad quedó expuesta en la crisis y, finalmente, atacar la desigualdad ya que no es casualidad que entre los países que más sufren los estragos de la pandemia estén los que tienen mayor grado de desigualdad.
En el caso particular de México, además de lo anterior, hay que atacar de una vez el problema crónico de baja recaudación del Estado mexicano, mejorar la certidumbre jurídica para los inversionistas y reducir el grado de informalidad de la economía; la crisis dejó muy clara la mucho mayor vulnerabilidad en la que viven los trabajadores informales. Los bancos centrales han hecho la tarea, ahora es turno de los gobiernos.