A cuarenta años de haber superado la dictadura militar, la democracia argentina vive en riesgosa fragilidad. El domingo pasado, los electores le dieron al candidato antisistema Javier Milei la posibilidad de llegar a la presidencia, que se definirá en la segunda vuelta electoral el 19 de noviembre.
En un país con inflación desbordada y una larga historia de crisis económicas, las propuestas de Milei parecerían enmarcarse de entrada en el conocido discurso antiestatista. Aboga por reducir impuestos y recortar el gasto público —sí, otro predicador de la austeridad—; busca sustituir la educación pública por la entrega de cheques a las familias para que los gasten en la escuela de su preferencia —medida que, donde llegó a operar, generó más desigualdad y deterioro en la calidad de la enseñanza—; quiere privatizar la salud, e incluso abandonar el peso argentino y desaparecer al Banco Central.
Pero Milei no es otro liberal extremo, lo cual no sería llamativo. Va más allá. Se autodefine como “anarcocapitalista”, cosa que quizá puede interpretarse como que se opone a la existencia de leyes —salvo aquellas que penalizan el aborto— en el afán de que todo se resuelva a través de meros intercambios mercantiles. Milei califica al Estado como “una organización criminal” que “vive de una fuente coactiva llamada impuestos”, como consigna The New York Times (20-10-23).
Un ejemplo útil para identificar con más precisión lo que Milei significaría, es su propuesta de que los órganos humanos puedan venderse y comprarse como una mercancía más.
Milei no es un defensor de la economía de mercado sino, mejor dicho, de la sociedad de mercado. La diferencia es fundamental. Como advertía el erudito economista y escritor español José Luis Sampedro (autor de novelas como La vieja sirena, La sonrisa etrusca o El caballo desnudo), mientras la economía de mercado es un buen mecanismo para asignar recursos escasos y decidir qué bienes producir, cómo hacerlo y en qué cantidad, no todo en la existencia humana debería ser objeto de intercambio mercantil. Piénsese por ejemplo, en los derechos fundamentales, la justicia, el voto.
Contra la noción de que el mercado ha de ser la guía suprema de la vida contemporánea, también ha escrito el reconocido filósofo y profesor de Harvard, Michael Sandel. En su libro What money can’t buy. The Moral Limits of Markets (Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado, que quizá debió titularse “lo que el dinero no debe comprar” porque de poder, puede), Sandel enumera cosas por las que en la actualidad se puede pagar legalmente: una mejor celda en la cárcel; la gestación en el vientre subrogado de una mujer en la India; la residencia legal en Estados Unidos; el permiso de cazar rinocerontes en peligro de extinción; el derecho para emitir una tonelada de carbono a la atmósfera, entre otros. También se puede recibir dinero por cosas como: dejarse tatuar publicidad en la frente; ser usado como conejillo de indias en experimentos de la industria farmacéutica; asegurar la vida de ancianos para cobrar por su deceso y, claro, enrolarse en compañías privadas para pelear guerras como mercenario.
Si se le quitan límites y regulaciones al mercado, acabaría el problema del comercio ilegal: a vender y comprar lo que sea, sin restricción. Pero en ese supuesto paraíso de la supremacía mercantil, también se permitiría, por ejemplo, el trabajo infantil: si una familia pobre se ve en la necesidad de que sus hijos laboren y hay quien quiera contratar infantes, sería válido. No importaría que se atente contra el desarrollo de los menores y su derecho a la educación, pues el mercado manda y aprueba tales conductas: todo a la venta.
Milei considera que si alguna persona tiene dinero y otra lo requiere, puedan intercambiar un riñón, un ojo, ¿un corazón? El que paga podrá disponer de la humanidad del otro.
Algún ultramontano en defensa del mercado dirá: pero ya todo se vende y la prohibición no ha impedido que eso pase. Mas cabe recordar: las leyes prohíben lo que es indeseable porque puede ocurrir —como la trata de personas—, no lo que es imposible que suceda, pues carece de sentido proscribir lo impracticable.
Si todo acaba por tener un precio, puede que nada tenga valor. No está en juego una política económica, sino el modelo de sociedad deseable. En una época de auge de fundamentalismos de todo tipo, Argentina merece dar un paso adelante, no saltar al abismo.
El autor es economista, profesor de la UNAM.