No sabemos qué ocurrirá en las próximas horas en el Senado. Es tal el ruido, el intento de avasallar, tanta la polarización, que ya no puede haber acuerdo ni en cuánto suman dos más dos. Ahora resulta que para modificar la Constitución se discute incluso cuánto son dos tercios de 128 y se inventan redondeos a la baja.
A este paso, podemos acabar adoptando el juramento que compuso el Beatito, el fiel y fanático seguidor de Antonio el Consejero en La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa, que rezaba: “Juro que no he sido republicano, que no acepto la expulsión del emperador ni su reemplazo por el Anticristo. Que no acepto el matrimonio civil ni la separación de la Iglesia del Estado ni el sistema métrico decimal.” En efecto, así estamos, viendo cómo hay quien se pelea hasta con la aritmética más elemental. El problema es que no asistimos a un juego de mesa de maratón en el que la ignorancia avance casillas a paso veloz, sino que el techo de la casa común, la estructura de nuestra convivencia civilizada en la pluralidad, que es el pacto político fundamental, puede derrumbarse.
Por eso es indispensable tener claro, al menos, cómo la Constitución establece que debe modificarse la propia Constitución, ésa que todos los legisladores protestaron hacer valer y deben respetar.
Dice la Carta Magna en su penúltimo artículo, el 135: “La presente Constitución puede ser adicionada o reformada. Para que las adiciones o reformas lleguen a ser parte de la misma, se requiere que el Congreso de la Unión, por el voto de las dos terceras partes de los individuos presentes, acuerden las reformas o adiciones, y que éstas sean aprobadas por la mayoría de las legislaturas de los Estados”.
Así, para los cambios a la ley fundamental en ambas cámaras del Congreso de la Unión se requieren dos tercios, lo que no ocurre con la legislación secundaria donde basta con la mayoría simple: con que se dé un voto más a favor que en contra, una reforma que solo toque las leyes sale avante.
No así con la Carta Magna, donde existe un especial principio de rigidez que exige la configuración de una singular mayoría: la calificada. Ello es así porque, como ha insistido el doctor en teoría política Lorenzo Córdova, “si la Constitución es el reflejo del acuerdo político sobre el que se funda una sociedad, los cambios que con el tiempo se vayan realizando también tienen que ser resultado de un consenso generalizado… Ésa es la razón de que todo cambio constitucional requiera mayorías calificadas: evitar que una simple mayoría se imponga sobre el resto y fije como coordenadas colectivas no las que resultan de un amplio acuerdo, de una convención general, sino solo las posturas e intereses de una parte —aunque sean los de la mayoría del momento” (El Universal, 08/02/24)—.
Así que nuestra Constitución establece reglas diáfanas para ser modificada: dos terceras partes de los legisladores presentes y la mayoría de las legislaturas locales. ¿Qué significa en buen español dos terceras partes? Pues el doble de una tercera parte, por lo que se requiere que se den dos votos a favor de toda reforma constitucional por cada voto en contra, que la voluntad reformadora al menos duplique en el Parlamento a los legisladores que se opongan al cambio.
Invito al lector a revisar una a una las reformas aprobadas este sexenio a 62 artículos constitucionales, o las casi 300 modificaciones a los artículos de la Carta Magna acordadas en los tres sexenios anteriores, y verá que en todas y cada una de ellas hubo siempre al menos el doble de votos a favor, en cada cámara, que votos en contra. Dos a uno, por lo menos. Es la regla, no ha habido duda; no tiene por qué no haberla ahora.
En la coyuntura actual, con 43 senadores de oposición que se opusieran a la reforma al Poder Judicial, ¿cuánto es el doble de 43? Pues 86 votos (que nos perdone el Beatito, así son las matemáticas). ¿85 votos son suficientes? No, no son el doble de 43, son ‘casi’ el doble, pero inferiores a lo dispuesto por la regla constitucional.
Como la Constitución habla de legisladores “presentes”, la regla se puede aplicar sin dificultad con independencia del número de legisladores que asista a la sesión del Senado: habiendo quorum, a favor de la reforma debe haber por lo menos el doble de votos que los que se pronuncien en contra; si les falta un solo voto, la reforma naufraga.
Si los 43 se mantienen, no pasará.
Eso sí, no hay regla constitucional contra la felonía.