Primero. El affaire Iberdrola. La animosidad del expresidente López Obrador hacia España y las energías renovables dio pie a que identificara las inversiones de la empresa Iberdrola como un agravio a la soberanía nacional. En consecuencia, buscó reducir la presencia de la empresa ibérica en nuestro territorio y, así, ampliar la participación del Estado y la Comisión Federal de Electricidad en la oferta eléctrica doméstica.
El desenlace se conoció en febrero de este año: Iberdrola vendió al gobierno de México 13 de sus plantas, equivalentes al 55 por ciento de su negocio en el país, por un monto de seis mil doscientos millones de dólares. Gracias a ese trato, durante el primer trimestre de 2024 la compañía española consiguió alcanzar una plusvalía histórica en su operación en nuestro país. De la energía producida por las plantas vendidas, el 99 por ciento correspondía a ciclos combinados de gas, es decir, que utilizaban un recurso fósil. Iberdrola no abandonó México, donde se quedó con 15 plantas activas: seis parques eólicos, tres fotovoltaicos y seis de ciclo combinado (El País, 27-04-24). Al mantener sobre todo sus plantas de energía renovable, la empresa española avanzó, además, en sus metas de descarbonización.
México, en cambio, se desprendió de 6.2 mil millones de dólares y no ganó un solo watt adicional de producción de electricidad en su territorio. Esa suma de recursos pudo ir a la generación de energía nueva o a otros rubros de gasto. Pero no, se erogó por algo que ya se producía. El dinero que se le pagó a Iberdrola equivale a 122 mil millones de pesos. Piénsese que toda la inversión en infraestructura educativa en el sexenio de López Obrador (de diciembre de 2018 a agosto de 2024, último dato disponible) fue de 104 mil millones de pesos y en salud de 122 mil millones de pesos. Es decir, el dinero entregado a la transnacional española, con ganancia cero en generación extra de energía para México, habría permitido más que duplicar la inversión pública en escuelas o invertir otro tanto en infraestructura de salud en los últimos seis años.
Embebido de aversión a España e ignorancia, el hoy expresidente les hizo un favor a accionistas extranjeros y generó la enésima pérdida neta para los contribuyentes mexicanos.
Segundo. Alimentar el chovinismo. No hay país libre de pulsiones xenófobas, racistas, de pretendida superioridad moral. Son esos los discursos a los que se da rienda suelta, a ambos lados del Atlántico, con el fútil conflicto diplomático con España.
“A ésos les dimos la lengua y la religión”. “Sólo nos trajeron enfermedades y corrupción”. “Los salvamos de la barbarie”. “Vinieron a expoliar, masacrar y violar”. Son frases que surgen en la órbita ultra de Vox, allá, y del antiespañolismo más cerril, aquí; esos extremos, con el denominador común de la ignorancia, se refuerzan en su mutuo encono. La zafia pretensión supremacista de unos es justo lo que busca y necesita el falso victimismo de los otros para justificarse.
Por fortuna, existen múltiples vínculos tejidos por profesores e investigadores, estudiantes, artistas y creadores, empresarios y viajeros que, desde el conocimiento y la concordia, permiten que la inquina no consiga eclipsar la cooperación, el intercambio y la amistad entre ambos países.
Tercero. Se trata de un episodio más del guion populista. En su libro Yo, el pueblo. Cómo el populismo transforma la democracia, Nadia Urbinati (Grano de Sal-INE, 2020) advierte que el líder populista requiere siempre acudir a la figura de “los enemigos del pueblo, quienes nunca desaparecen (y nunca duermen)” (p. 163). El populista usa “una propaganda incesante que mantiene al pueblo movilizado en torno a cuestiones que el líder elige resaltar y lo mantiene enojado con la vocación conspiratoria de las élites” (p. 173). Esta práctica política autoritaria agudiza la enemistad, la construcción de dos bandos (el ‘pueblo bueno’” vs. los otros, ‘los malos’), en la lógica de Carl Schmitt de amigo-enemigo, creando némesis malditas contra las que hay que pelear permanentemente. La polarización es el caldo del que abrevan los autoritarios.
Ahora se atiza la crispación hacia una nación hermana, que además es la principal aliada de México en la Unión Europea.
No solo asistimos a un penoso espectáculo diplomático, sino a la constatación de que el nuevo gobierno mantiene intacto en su código genético un rasgo central de su antecesor: una vocación aldeana y autoritaria.