Por Guillermo Ortega Rancé, Karen Kovacs y Daniel Daou
Uno de los argumentos más utilizados por aquellos que se oponen a la reforma a la Ley de la Industria Eléctrica –impulsada por el presidente López Obrador– es que favorece la generación de electricidad con fuentes sucias sobre fuentes renovables.
Cuando la mayoría de las personas escuchan este argumento se quedan en la superficie. Piensan que la consecuencia más grave es que los alrededores de las plantas generadoras estarán más contaminados, y que eso tendrá un impacto en la salud de las personas que ahí viven.
Lo que no se comunica bien es que la contaminación también contribuye al calentamiento de la atmósfera, un problema planetario que la comunidad internacional lleva más de dos décadas intentando controlar a través de una acción coordinada. El esfuerzo más reciente fue el Acuerdo de París –en 2016– en el que todos los países, incluyendo México, comprometieron fechas para reducir emisiones de dióxido de carbono al ambiente.
Un tercer mensaje está todavía más ausente de las conversaciones: las consecuencias que este calentamiento está teniendo en el clima del planeta.
Cuando uno escucha que los científicos están preocupados porque la temperatura promedio global anual suba dos o tres grados, parece una exageración. Sin embargo, los promedios son engañosos: el incremento no es el mismo en todos lados y hay lugares en los que los incrementos hacen más daño que en otros. En el ártico provocan pérdida de hielo, lo que lleva al aumento de nivel del mar e inundaciones en zonas costeras. En los océanos provocan un aumento en la frecuencia y magnitud de los huracanes. En zonas cálidas provocan olas de calor letales. En áreas normalmente húmedas y fértiles causan sequías que estropean cosechas o favorecen la aparición de incendios devastadores.
Estas son las consecuencias de primer orden. Detrás de ellas vienen las de segundo orden: migración de personas desde zonas que se vuelven inhabitables, alteraciones en la cadena de suministro de alimentos, emergencias sanitarias –incluyendo la pandemia actual–, destrucción de infraestructura, y crisis económica.
Los impactos de estas consecuencias, ya inevitables, están escalando rápidamente posiciones en la lista de mayores riesgos a la seguridad nacional de todos los países del mundo.
A finales de 2013, Barack Obama firmó una Orden Ejecutiva, titulada “Preparando a los Estados Unidos para los Impactos del Cambio Climático”, en la que se exhortaba a todas las entidades federales a realizar cualquier acción necesaria con el fin de prepararse para los cambios en el clima. Donald Trump revocó ese decreto por ser contrario a su visión política. Pero el Departamento de Defensa siguió adelante con sus trabajos de preparación, entendiendo que la seguridad nacional está por encima de cualquier proyecto político y que las consecuencias del cambio climático ponen en riesgo la capacidad de Estados Unidos de defender su territorio, su cohesión interna y sus intereses globales. Esto lo documenta Michael T. Klare en su libro “All Hell Breaking Loose”, que expone la perspectiva del Pentágono frente al cambio climático.
Ante este panorama, nos preguntamos: ¿qué está haciendo México para prepararse para las consecuencias presentes y futuras de los cambios en el clima, las cuales tienen un alto impacto en su seguridad nacional?
En el último año del gobierno de Felipe Calderón se publicó la Ley General de Cambio Climático, que sentó las bases jurídicas e institucionales para ejercer las acciones, tanto de mitigación de las causas, como de adaptación a las consecuencias del cambio climático. Con ello se crearon la Comisión Intersecretarial de Cambio Climático (CICC) –asesorada por un Consejo de expertos– y el Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático (INECC) como organismo descentralizado para evaluar el cumplimiento de objetivos de mitigación y adaptación.
En la administración de Enrique Peña Nieto se diseñó la Estrategia Nacional de Cambio Climático con una visión a cuarenta años, y se aterrizó el Programa Especial de Cambio Climático (PECC) con acciones concretas para el periodo 2014-2018.
En enero de 2018 Julia Carabias y Fernando Tudela –referentes en política ambiental en nuestro país– publicaron un artículo de opinión en Letras Libres titulado “Dos grandes retos: biodiversidad y cambio climático”, en el que estimaban que los avances institucionales y el papel activo de México en foros multilaterales eran relevantes, pero no suficientes. Por ello, el nuevo gobierno tendría que redoblar esfuerzos.
¿Cuál es la situación en el tercer año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador? La percepción general entre los expertos climáticos es que ha habido un franco retroceso. La CICC y el Consejo son mecanismos abandonados. El INECC realiza actividades marginales. No se ha publicado un nuevo PECC. En agosto de 2020 renunció Víctor Manuel Toledo –entonces titular de Semarnat– como consecuencia de la presión de otros miembros del gabinete con visiones contrarias a la política climática, particularmente en el tema de energías limpias. Existe poca esperanza de que en este gobierno se pueda poner en marcha una estrategia coordinada para enfrentar las consecuencias multidimensionales del cambio climático.
Hay dos caminos por delante: la planeación proactiva o la improvisación reactiva. Las temporadas cada vez más activas de huracanes, sequías crecientemente severas, inundaciones como las de Tabasco e incluso la pandemia pueden darnos una idea de los riesgos de la acción improvisada para la seguridad nacional.
El Financiero, en colaboración con Innovatorio, está realizando una investigación respecto a qué está haciendo el gobierno actual para preparar a México para las consecuencias del cambio climático desde distintas perspectivas: seguridad alimentaria, recursos hídricos, ciudades e infraestructuras, salud, ecosistemas naturales y prevención de desastres. Daremos cuenta de esto en futuras publicaciones.