A estas alturas es de todos conocida la terrible tragedia que sufrieron 68 migrantes a manos del Estado mexicano en una estación del Instituto Nacional de Migración (INM) en Ciudad Juárez, Chihuahua, de los cuales al menos 40 han fallecido debido a las quemaduras que sufrieron por el incendio que se generó al interior de las áreas de detención en el que se encontraban. Sé que muchas personas estarán pensando en cómo minimizar los efectos de esta noticia, incluso el propio presidente de la República ha intentado darle carpetazo, con un cúmulo de declaraciones y actitudes, todas ellas por demás desafortunadas, seguidas de las de sus subordinados.
Habrá gente que pretenda eximir la responsabilidad estatal en esta lamentable tragedia, argumentando que los autores materiales de los hechos eran empleados de seguridad privada que prestaban servicios en dichas instalaciones, sin embargo, es incuestionable que estas 68 personas se encontraban retenidas en instalaciones del INM, por lo que con independencia de quién o quiénes sean responsables materiales de dejar encerrado a su suerte a este grupo de migrantes, es claro que el responsable directo es el gobierno federal.
También habrá otros que pretendan señalar que todas estas personas se encontraban internadas de forma ilícita en el país, culpabilizándolas de sus circunstancias e incluso justificando que esa misma condición les ha traído estas terribles consecuencias, queriendo restar importancia a las omisiones e incompetencias de las autoridades, sin embargo, se nos olvida que estamos hablando de personas, que por ciertas razones, económicas, políticas, sociales y culturales, complejas todas ellas, se ven obligadas a abandonar su lugar de origen, con la esperanza de mejorar sus condiciones de vida (es la misma historia que viven muchos de nuestros compatriotas, eso debería movernos a la solidaridad o por lo menos, al entendimiento).
También se nos olvida que no se trata de criminales, el hecho de que ingresen sin cumplir con los requisitos formales que la norma impone, no los convierte en delincuentes, toda vez que a la luz de la propia Ley de Migración han cometido únicamente una falta administrativa, no un ilícito penal, además de que, por su condición y circunstancias, deben ser acogidos y protegidos por las autoridades migratorias, que deben de garantizarles los derechos que reconoce nuestra propia Constitución para cualquier persona, así como los tratados internacionales que les brindan protección debido a su estatuto personal.
Así, de manera eminentemente enunciativa, como se dice coloquialmente, a puro vuelo de pájaro, las personas migrantes tienen derecho a la seguridad jurídica y al debido proceso; a la asistencia consular; a la no discriminación; a la no criminalización; a solicitar asilo; a un intérprete o traductor; al reconocimiento de la condición de refugiados; a la protección de la unidad familiar y bueno, en este caso concreto, habría que resaltar los derechos a la dignidad humana; a un alojamiento digno; a no ser incomunicadas y, a no ser detenidas en las inmediaciones o dentro de albergues.
Pero nuevamente, es ineludible la responsabilidad de nuestras autoridades, que impacta en varios niveles y ámbitos competenciales, desde la decisión de adoptar una política de muro de contención del flujo migratorio a Estados Unidos, hasta la ambigüedad con la que el Estado mexicano se ha conducido en la recepción de los distintos grupos de migrantes, a los que originalmente se les prometieron visas temporales y oportunidades de trabajo en el territorio nacional y, con el paso de los años, se les han aplicado medidas migratorias cada vez más restrictivas, por ponerle un término a la política de detenciones y deportaciones instauradas y que resultaban previsibles desde hace tiempo, debido a los términos en los que fue acordada entre el presidente de México y el de nuestro vecino del norte y la falta de infraestructura adecuada para atender el creciente volumen de migrantes.
Es particularmente triste el manejo que de todo esto pretendió hacer el titular de la Secretaría de Gobernación, que en lugar de afrontar la responsabilidad administrativa que tiene, dado que orgánica y competencialmente tiene a su cargo la Subsecretaría de Derechos Humanos, Población y Migración y el INM, entes públicos encargados de la política migratoria del país y su ejecución, trató de transferirla al secretario de Relaciones Exteriores, bajo el argumento de que así había sido acordado con el jefe de ambos, el presidente de la República.
Me gustaría decir que pocas veces se ven este tipo de desatinos administrativos, políticos y profesionales, pues el titular de Gobernación tendría que saber que no es administrativa, ni lícitamente posible renunciar a su ámbito competencial legalmente atribuido, ni siquiera por acuerdo con el titular del Ejecutivo federal, tendría en todo caso que haberse modificado la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal; la Ley de Migración y los reglamentos interiores de ambas dependencias, entre otras disposiciones. Por el otro lado, resulta una total falta de profesionalismo atribuir a tu jefe inmediato tu falta de aptitud para cumplir con tus obligaciones directas, como indicó este funcionario al argumentar que había sido materia de acuerdo con el Presidente la transferencia de estas facultades al secretario de Relaciones Exteriores y, finalmente, pero no menos importante, el simple hecho de culpabilizar a tu jefe de tal circunstancia, me parece también una falta de lealtad a su persona, sobre todo por tratarse de quien se trata.
Finalmente, tendría que sorprender, aunque tal vez lo más triste es que ya no sorprenda nada, que la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) no haya tomado un papel más preponderante en toda esta tragedia, que no se haya anunciado de oficio una investigación al respecto o se hayan condenado estos acontecimientos, pese a que en marzo de 2021 visitó diversos albergues en esa misma ciudad junto con representantes de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y se manifestó abierta a trabajar interinstitucionalmente para garantizar el respeto y protección de los derechos humanos de las personas en movilidad internacional.
De lo anterior, solamente diré que se echa de menos tener una CNDH autónoma, que lejos de estar capturada por el poder político, pueda conocer e investigar, incluso de oficio, las violaciones de derechos humanos perpetradas por autoridades federales.
En fin, este tipo de circunstancias, es decir, el establecimiento de una política de movilidad internacional poco razonable en función de nuestra infraestructura y posibilidades de acogimiento; la captura de instituciones que deberían de ser autónomas y de servir como un contrapeso frente a la actuación del poder ejecutor del orden jurídico y, la inobservancia o, en el mejor de los casos, el desconocimiento de la arquitectura institucional y el ámbito competencial de los órganos públicos nos dan cuenta del debilitamiento de nuestro Estado de derecho y, en la consecuente protección de los derechos humanos de las personas, tanto nacionales como de extranjeros que se internan en nuestro territorio, ocasionando cada vez con mayor frecuencia tragedias como las que hoy viven estas 68 personas que debieron de haber sido acompañadas y acogidas por nuestras autoridades.