Para los escépticos: lo acontecido la semana pasada y en particular el viernes y la madrugada del sábado deja al desnudo muchas cosas: 1) las decisiones ideológicas por sobre toda consideración; 2) la renuncia de un poder a su función republicana y democrática; 3) los liderazgos subsumidos en uno; 4) las oposiciones desarticuladas y sorprendidas; 5) la sociedad en ascuas y polarizada y 6) un tercer poder, el judicial, sobrecargado y al borde de su competencia. Vayamos por partes.
El Presidente de la República fue configurando una idea de País durante décadas, al paso de su trayectoria priista, su tránsito a la oposición, como funcionario público y siempre en campaña, esa idea se fue solidificando, anclada en un pasado idílico que parece extraído de los viejos libros de texto gratuitos en los que la figura presidencial era el vértice de cualquier decisión, ejecutor, legislador y juez - la evidencia histórica muestra que eso nunca fue así cabalmente, pero hay quien lo sigue creyendo. Ahora, al sentir que los únicos que le acompañan son sus fieles huestes y que desde su perspectiva la oposición, las “minorías”, no tienen remedio, lo que hay que hacer es imponerles el futuro. Dada esa apremiante convicción, ante la vecindad del término del sexenio, las reformas necesarias para el “cambio histórico” deben imponerse, él sino así lo demanda, sin discusión, sin análisis y en la opacidad total, aun ante sus correligionarios a los que tampoco se les tiene confianza, se impone el decreto. Los gobernantes autárquicos tienen ese sello.
En esa tesitura, la legislatura debe estar para plasmar en los dispositivos normativos los designios del ejecutivo, renunciando a su naturaleza de representación social, de la diversidad, de su visión de futuro -las leyes no pueden tener un horizonte de corto plazo- y justo eso es lo que hemos visto en la conducta de la mayoría en las Cámaras de diputados y senadores. Adiós a su poder constitucional, a su función de equilibrio en el ejercicio del poder público y esto es más dramático en el caso del Senado, representación de la nación federada.
Un líder, “el poder no se comparte”, esa es la máxima del actual ejecutivo y como de él se supone dependerá la decisión de quien lo suceda, a los aspirantes lo que les corresponde es mostrar disciplina y capacidad de ejecución sin mayores cuestionamientos, y si los hay, estos nunca deben pasar a la esfera de lo público. Si hay atisbos al respecto, el ejemplo del senador Monreal muestra las consecuencias.
En este disminuido escenario democrático las oposiciones institucionales, representadas primordialmente por los partidos políticos -aunque otras corporaciones como las sindicales, patronales, sociales, reconocidas en el diseño institucional tienen papeles que jugar- si bien cierran filas en momentos como estos, al parecer no lo hacen más allá de la coyuntura y su testimonio, reconociendo expresiones lúcidas y valientes, termina siendo eso, testimonio frente a la avasalladora mayoría constituida en muchos casos por quienes aspiran a ascender en la escala gobernante o al menos conservar sus posiciones y apuestan a la voluntad del líder buscando congraciarse y mostrarse ante él, ahí su fragilidad a futuro, pero eso es motivo de otra reflexión.
Parece digna de una novela picaresca la escena de los representantes de la oposición reclamando el no cumplimiento del acuerdo sobre el quinto comisionado del INAI e inmediatamente después la aprobación sin más de un cúmulo de reformas legales anunciadas pero no conocidas y menos puestas a consideración.
Hay que reconocer que las recientes movilizaciones sociales (13 de noviembre y 26 de febrero) contra la pretensión de una reforma político electoral, surtió sus efectos al frenar la reforma constitucional y al visibilizar el llamado plan B y los efectos nocivos para la democracia. Sin embargo, la movilización social inspirada en causas pero sin liderazgo y sin programa que le de organicidad más allá de la coyuntura tiene sus límites y pronto pierde su impulso, tiende a atomizarse o a que se monten en la ola agentes no necesariamente con las mejores intenciones, he ahí otra fragilidad.
Finalmente, todas estas reformas terminarán en la SCJN y hay quien piensa que esa es una buena noticia dada la actual integración y sobretodo las decisiones que ha tomado últimamente, sin embargo, a mi no me parecen buenas noticias al menos por las siguientes razones: la Corte debe ser última y no primera instancia para la preservación del orden constitucional; la sobrecarga de litigios en sus manos la vuelve frágil ya que recarga en sus once miembros la responsabilidad de la República toda, permítanme esa licencia, pero si uno analiza todo lo que terminará resolviendo es de la más variada materia, desde el futuro del sistema democrático, hasta el modelo de desarrollo científico y tecnológico, pasando por minería, reforma al sistema de salud, al ordenamiento de la administración pública y un largo etcétera y con el riesgo no solo de que la presión crezca sobre los colegiados sino además de que sus decisiones sean desacatadas, al tiempo, eso es lo que viene.
Es momento del poder judicial, es el tiempo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pero por lo mismo, es el tiempo de blindarla, del acompañamiento ciudadano y de la mayor cantidad de actores políticos y sociales, para brindarle las condiciones para una deliberación libre, objetiva, a la letra del pacto social que nos hemos dado. ¡Si! La SCJN es el último bastión del orden constitucional, del estado de derecho, de la democracia y eso la hace frágil.
Tomemos la República, es patrimonio de todas y todos y eso es diverso y alejado de las concepciones monocromáticas.