Juan Manuel Valle Pereña, CEO de Afore Coppel
Educación financiera es un concepto relativamente joven. Surgió en 2003 cuando los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) elaboraron principios y recomendaciones comunes al respecto, que fueron publicados en julio de 2005.
Desde entonces, la educación financiera se ha centrado en dotar a las personas de herramientas prácticas y teóricas en torno al manejo de sus finanzas personales para que tengan la capacidad de comprender cómo funciona el dinero en una economía y en el ámbito familiar, así como los ---mecanismos que les permiten gestionar sus finanzas para garantizar una calidad de vida plena, presente y futura.
La importancia de la educación financiera radica en que una persona pueda lograr sus metas a corto y mediano plazo, y que sea prudente con el largo plazo, la etapa del retiro laboral, para que tenga recursos suficientes que le permitan vivir con plenitud esa última etapa de la vida.
Sin embargo, diversos estudios han mostrado que la educación financiera por sí sola influye apenas en el comportamiento del 0.1 por ciento de las personas evaluadas, y particularmente menos en la gente de menores ingresos; además, sus efectos decaen con el tiempo. Incluso en los experimentos donde las intervenciones realizadas duraron varios meses con muchas horas diarias de instrucción, los efectos observados son minúsculos.
En particular con respecto al ahorro para el retiro, esto se explica porque si bien nuestro cerebro racional sabe que debe planear y ahorrar para el largo plazo, el cerebro “irracional” prefiere comprar y disfrutar ahora. Es decir, no estamos dispuestos a sacrificar consumo presente por consumo futuro.
¿Qué hacer entonces? Debemos construir programas de educación financiera basados en enfoques conductuales.
A lo largo del tiempo, varios economistas han desarrollado teorías que muestran cómo los seres humanos no tomamos decisiones racionales: desde Adam Smith y su Teoría de los Sentimientos Morales que ya presagiaba los desarrollos posteriores de las ciencias del comportamiento económico, aludiendo a conceptos clave como la aversión a la pérdida, el exceso de confianza y el autocontrol; pasando por el Premio Nobel 2002, Daniel Kahneman, quien trabajó la ciencia económica desde la investigación psicológica, especialmente sobre el juicio humano y la toma de decisiones bajo incertidumbre que se apartan de los principios básicos de la probabilidad; hasta el también Premio Nobel 2017, Richard H. Thaler, autor de la teoría del Nudge, que estudió la influencia de la psicología en las decisiones económicas y el comportamiento del mercado.
La llamada “economía conductual”, que es la combinación de la economía con la psicología para estudiar lo que ocurre en los mercados, analizando el comportamiento del hombre, sus limitaciones humanas y las problemáticas que se originan desde estas limitaciones, es la plataforma para diseñar estrategias de acompañamiento que ayuden a las personas a tomar decisiones adecuadas en momentos clave. Y aquí es donde la educación financiera puede ser realmente efectiva, sobre todo en estratos con bajos niveles de ingresos e inclusión financiera.
Esto último es relevante sobre todo porque hay una relación positiva entre la alfabetización financiera y el nivel de ingresos y escolaridad de las personas. En general, una persona con mayor grado de estudios y mayor ingreso, tendrá más acceso y hará un mejor uso de los productos financieros, mientras que lo opuesto sucede con personas con bajos niveles de ingreso y escolaridad.
Un dato al respecto: según la Encuesta Nacional de Inclusión Financiera (ENIF, 2021), dos de cada tres personas no comparan o desconocen un producto financiero antes de adquirirlo, lo cual influye en un uso incorrecto del mismo.
Si bien la inclusión financiera es la estrategia de los países para que la población pueda acceder a un nivel básico de servicios financieros seguros y transparentes (cuentas bancarias, medios de pago, domiciliación de recibos, préstamos, etc.), también es cierto que debemos pensar en cómo esta inclusión debe hacerse desde una posición en que beneficie a las personas en vez de perjudicarlas.
Si logramos ese equilibrio, es posible pensar que los individuos alcancen un estado de salud financiera o bienestar financiero, que es la forma en que una persona o familia puede gestionar sin problemas sus obligaciones financieras actuales y sentirse segura de su futuro financiero.
Si las instituciones financieras ofrecen a sus clientes más información y conocimiento sobre los productos y servicios, éstos tendrán la capacidad de elegir el que mejor se adapte a sus posibilidades, pudiendo así acceder a mejores condiciones en créditos o inversiones. Esto beneficiará no solo los ingresos y patrimonio de la gente, sino a la propia institución al tener clientes más conscientes y satisfechos.