El autor es Director de analítica de datos del IMCO y profesor de macroeconomía del ITAM.
En toda discusión sobre pensiones debe prevalecer el principio de sostenibilidad financiera pues es la única forma en que se garantiza una asignación equitativa de riesgo para las personadas pensionadas hoy y aquellas que se pensionarán en el futuro. La administración de las pensiones a cargo del gobierno federal y otros organismos públicos ha cobrado enorme relevancia en el debate público de manera reciente. A nivel nacional existen esquemas muy diversos de pensiones, por lo cual me centraré en las que corresponden al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) para simplificar el análisis.
México atraviesa un periodo de transición entre sistemas que enfrentan diversos retos de gestión y, sobre todo, sobre las expectativas que tiene la población trabajadora en torno a los beneficios asociados a su retiro. El episodio de transición ocurre porque están vigentes dos regímenes de pensiones. Primero está el que aplica para las personas trabajadoras que al momento de comenzar su vida laboral eran elegibles para retirarse de acuerdo con la ley de 1973, población que irá disminuyendo hasta agotarse. Después está el sistema que aplica para las personas que iniciaron su labor profesional después de la aprobación de la reforma al sistema de pensiones del IMSS de 1997. Como resultado, hay personas retiradas que tienen derecho a una pensión bajo la ley del IMSS de 1973 y otras que se rigen por la ley de 1997.
El cambio se dio porque el sistema de beneficios definidos de 1973 requería una estructura demográfica que lo hiciera viable: un conjunto numeroso de personas económicamente activas capaz de generar recursos suficientes para financiar el costo de las pensiones de las personas retiradas. Sin embargo, a medida que las tasas de natalidad disminuyeron y la esperanza de vida se incrementó, dejó de ser financieramente viable, lo que hizo más apremiante la reforma, a fin de evitar presiones significativas para la deuda pública.
En México, el nuevo sistema contempla un financiamiento tripartito de parte del Estado, la persona trabajadora y la persona empleadora, cuyas aportaciones se ahorran en un sistema de cuentas individuales. Esta cuenta se administra por una Administradora de Fondos para el Retiro (AFORE), por lo que el monto de la pensión que reciba la persona trabajadora al final de su vida productiva dependerá estrictamente del ahorro que se acumule en su cuenta y los rendimientos que obtenga por ella su AFORE.
El nuevo sistema persigue dos objetivos: sostenibilidad financiera y transparencia en la gestión de los ahorros de las personas trabajadoras. No obstante, a pesar de lo deseable que resulta un régimen de pensiones basado en las aportaciones de personas trabajadoras, empleadoras y el Estado, que lo hace financieramente sostenible a largo plazo, también enfrenta diferentes retos. Destaco dos. Primero el que se refiere a las diferencias en las tasas de reemplazo, esto es, la diferencia que existe en la pensión que, como porcentaje de su salario, reciben las personas bajo la ley de 1973 y la de 1997. El segundo, con el financiamiento del proceso de transición, ya que no se pueden usar los recursos de sistema de cuentas individuales para pagar las pensiones del sistema de beneficios definidos preexistente, pues los recursos son de las personas que trabajan.
Un esfuerzo para nivelar las diferencias entre ambos regímenes se dio con la reforma de pensiones de 2020, que introdujo cambios para reducir las diferencias en las tasas de reemplazo. Sin embargo, persisten retos para continuar cerrando la brecha entre las tasas de reemplazo, al tiempo que se preserva la sustentabilidad fiscal que se requiere para financiarlo.
Visto desde ese enfoque, la iniciativa de reforma constitucional presentada el pasado 5 de febrero está encaminada en remediar el reto sobre las discrepancias entre las tasas de reemplazo que ofrecen ambos regímenes, pero es importante que no se descuide el componente fiscal. Si se descuida ese aspecto, como dicta el refrán, el remedio puede resultar más costoso que la enfermedad.
No debe perderse de vista que la reforma de 1997 resultó precisamente de un esquema insostenible financieramente, por lo que cualquier propuesta debe preservar ambos principios: beneficios equitativos para las personas en retiro que se financien con un esquema que no comprometa a las generaciones futuras. De otra forma solo se heredaría una responsabilidad económica más grande para las próximas generaciones que podría requerir ajustes más severos en bienestar para las personas que trabajan.