Vicedecano, IE School of Politics, Economics and Global Affairs de IE University
¿Está la globalización en retroceso? Es una pregunta que se plantean cada vez más quienes analizan y estudian las relaciones internacionales. He escuchado todo tipo de argumentos tanto a favor como en contra: «sí», estamos asistiendo a un desacoplamiento de la economía mundial y a una creciente fragmentación en bloques; «no», la interdependencia nunca ha sido mayor que hoy; «tal vez», no se trata de más o menos globalización, sino de un cambio en su naturaleza.
Probablemente, haya algo de verdad en las tres posturas. En cualquier caso, creo que la pregunta clave que deberíamos hacernos no es ésa, sino más bien por qué la globalización se ha ganado tan mala reputación y suscita tanto rechazo entre amplios segmentos de la población.
Estas actitudes negativas son más fáciles de entender si reconocemos que los beneficios de la globalización no se han repartido adecuadamente, creando muchos perdedores por el camino, así como grandes niveles de ansiedad e inseguridad. Si salimos de nuestras burbujas globalistas, es posible que nos encontremos con personas que han perdido su empleo a causa de la deslocalización, otras que temen la concentración de poder por parte de grandes multinacionales, y algunos que simplemente son explotados por un capitalismo transnacional salvaje y sin reglas.
El autor de este artículo es sin duda un beneficiado de la globalización, como probablemente lo sea la persona que lea estas líneas. El ser ciudadanos globales nos abre todo tipo de oportunidades. Pero puede que no seamos representativos del ciudadano medio. Esto es lo que yo llamo «la fractura globalista», marcada por una creciente división entre las élites globales y las masas antiglobales. Y a menos que salvemos esa brecha y garanticemos que todos disfrutamos de los beneficios de la interdependencia, acabaremos destruyendo el proceso de integración global que ha caracterizado nuestra historia reciente.
La antiglobalización no es nueva. Sus raíces más recientes se remontan al menos 25 años atrás, a la histórica Batalla de Seattle y a la manifestación contra la OMC. Y se podría argumentar que ha habido aversión a la integración global desde mucho antes, incluso siglos. Pero sin duda esta tendencia ha ido en aumento en los últimos años. Cuando trabajaba en la OCDE, en la década pasada, ya estábamos muy preocupados al respecto. Nos alarmaba que la cooperación internacional que acababa de hacer posible la Agenda 2030 o el Acuerdo Climático de París estuviera dando paso a realidades como el Brexit o la elección de Donald Trump. Ahondando en las causas, planteamos la urgencia de prestar más atención a los perdedores de la globalización y no dejar a nadie atrás. La agenda de las instituciones multilaterales puso en primer plano la necesidad de garantizar que la globalización fuera inclusiva, sostenible y justa.
Casi una década después, las buenas intenciones no se materializaron: la fractura sigue ampliándose y profundizándose, y muestra algunas nuevas características preocupantes. En mi opinión, esto es el resultado de las numerosas pruebas de estrés a las que nuestra comunidad mundial se ha enfrentado en los últimos años: la pandemia, Ucrania, Gaza, la rivalidad G7/BRICS, la erosión democrática... A estos choques se une la evidente incapacidad de nuestras instituciones multilaterales para afrontar adecuadamente retos globales como el cambio climático o la gobernanza de las nuevas tecnologías, incluidas la inteligencia artificial o la biogenética.
La acumulación de todos estos elementos configura un panorama muy complejo que está creando una sensación de miedo y fragilidad. Y esto, a su vez, refuerza la división entre las élites globalistas y la población en general. Las primeras abrazan el cambio y ven en el redoblamiento de la cooperación mundial la solución a muchas de esas amenazas. Las segundas culpan a la interdependencia de dichos males, añorando la seguridad y la certidumbre que proporciona el Estado-nación protector.
Además, se acusa de hipocresía y doble rasero a la élite mundial y a los países más ricos. Mientras tenemos el mundo parece estar a punto de derrumbarse, las empresas siguen obteniendo beneficios récord. Los multimillonarios se enriquecen, al tiempo que a las clases medias y populares se les piden sacrificios que no ven hacer a sus dirigentes.
¿Qué podemos hacer para enmendar esta situación y sanar la fractura? Permítanme señalar tres valores clave que los globalistas deberían defender si no quieren que el mundo caiga en esta espiral de cerrazón y retroceso.
El primero apela a la equidad y la solidaridad. Es hora de hacer realidad la tan proclamada preocupación por la inclusión. Mientras una mayor globalización cree perdedores, tendrá detractores. Más aún, si las filas de los perdedores abarcan vastas porciones de la humanidad.
En segundo lugar, necesitamos coherencia y altura moral. Las nuevas barreras al comercio internacional o las excepciones a los compromisos climáticos que ahora abanderan muchos países desarrollados son un revés para la credibilidad globalista. No se pueden cambiar las reglas a mitad del partido solo porque uno iba ganando y de repente el resto del mundo ha empatado o tiene visos de superarte.
Por último, necesitamos cercanía, transparencia y rendición de cuentas. El principal problema del globalismo es que es percibido por la mayoría de la población como ajeno, distante y controlado por unos pocos. La mayoría de la gente ve el multilateralismo como una construcción burocrática, capturada por el interés particular de los poderosos. Pensemos en ello: gran parte de nuestra adscripción identitaria a nuestros países se basa en el hecho de que podemos elegir de manera directa a nuestros dirigentes, y cambiarlos cuando no funcionan. Esto no ocurre en el ámbito supranacional. Este déficit democrático daña la credibilidad del espacio multilateral
El globalismo debería encarnar la promesa de una vida mejor para todos, no sólo para unos pocos. Debería enarbolar la creencia de que la humanidad es una, y apadrinar el mensaje de que nuestro éxito como humanidad depende de nuestra capacidad única e innata para cooperar. A largo plazo, sólo podemos ganar si ganamos todos, aunque sea a costa de que algunos renuncien a parte de sus privilegios. Esto puede conllevar sacrificios, especialmente para las élites. Pero nuestra supervivencia como especie depende de ello.