Colaborador Invitado

Diplomacia y cultura: el surco en el agua

Los diplomáticos han dejado de ser indispensables, entre otras cosas, porque la interlocución internacional ya no es su función exclusiva.

Está en curso el empoderamiento de sectores antiguamente ajenos a la conducción de las relaciones internacionales. En esos sectores, los diplomáticos han dejado de ser indispensables, entre otras cosas, porque la interlocución internacional ya no es su función exclusiva. La atomización de la diplomacia en la multiplicidad de variantes con ella asociada (diplomacia parlamentaria, diplomacia empresarial, académica, tecnológica, etc.), antes que una forma distinta de ejercerla revela una profunda crisis en ella, que hace inaplazable la redefinición de sus categorías como instrumento de ejecución de nuestra política exterior.

La atomización y transnacionalización de los consensos exacerbada por las redes sociales hace necesaria la negociación fragmentaria de las acciones gubernamentales en el mundo. Para ello, la incorporación de la labor de cabildeo, hoy llamada “diplomacia pública”, resulta de gran utilidad como apoyo para ampliar y fortalecer en la opinión pública su percepción y posicionamiento positivos. La gestión de alianzas es, pues, más necesaria que nunca.

Un ámbito donde este fenómeno es especialmente conspicuo es la “Diplomacia Cultural”, término que en sí mismo es un pleonasmo, pues no existe diplomacia fuera de la cultura. La diplomacia indefectiblemente es un ejercicio de traducción cultural; no hay manera de llevarla a cabo si no es a través de instrumentos cuyo funcionamiento es imposible sin que los participantes hayan convenido previamente otorgar el mismo sentido a los términos de su intercambio.

Hablar de diplomacia cultural nos obligaría a considerar la cultura como concepto antes que como objeto. En lo político, como marco de pensamiento y análisis; en lo económico y social, como pieza estructural del desarrollo nacional.

La manera de concebir la cultura en el ejercicio del gobierno ha sido un factor determinante de su exclusión en la formulación y ejecución de la política pública en general y de la política exterior en particular. De lo anterior se deriva el escaso interés que tradicionalmente ha despertado el área cultural en el Servicio Exterior Mexicano (no podría ser de otro modo si el progreso en la carrera está vinculado al desempeño en áreas que no incluyen la cultura) y la encomienda de su ejecución a personalidades relevantes de los grupos de poder cultural cuya preocupación no es la política exterior.

La práctica diplomática mexicana ha sido incapaz de advertir el inmenso potencial político cifrado en la profundidad, riqueza y complejidad que confiere a la cultura el ser un proceso social de producción, representación y auto representación simbólica. Nuestro aparato diplomático no atina a concebir la cultura sino como objeto, casi siempre ornamental y, además, circunscrito al restringido abanico de las bellas artes, el mariachi o las pirámides, y de sus vehículos habituales (exposiciones, conciertos, conferencias, etc.) La realidad mundial contemporánea exige asimilar la mutación del fenómeno cultural que ha extinguido las fronteras entre arte, ciencia, tecnología, economía, comercio y política.

Si nuestra noción de diplomacia cultural continúa atada a las prácticas de la promoción y la difusión de sus productos (con frecuencia estereotípicos), seguiremos propiciando la duplicidad de funciones y los desencuentros entre la S.R.E. y las instancias formalmente responsables de la cultura en la estructura del gobierno. Aún más grave es el riesgo que corre nuestra institución diplomática de seguir siendo excluida en la reconstrucción de las relaciones entre gobierno, cultura y sociedad en el momento de los grandes determinantes de la realidad planetaria: los consensos fragmentarios, la crisis de la racionalidad política, la proliferación de la imagen, la inteligencia artificial, la híperconectividad mundial y la concentración algorítmica en cada vez menos manos.

En ese desafiante contexto, resulta de la más alta prioridad incorporar las temáticas, lenguajes y soportes tecnológicos actuales a la concepción, ejecución y socialización tanto de la cultura como de la labor diplomática. Ello difícilmente será posible sin la participación en estas labores de cuadros inmersos vital e intelectualmente en la dinámica de estas corrientes de pensamiento y acción.

El nuevo gobierno mexicano podría imponer un nuevo perfil a la acción cultural de su diplomacia. La diplomacia cultural debería implicar una labor de reflexión, prospección y coordinación política a partir de la articulación coherente del conjunto de las variables sociales, económicas, científicas, comerciales, tecnológicas, educativas, académicas y creativas. La diplomacia cultural debería referir no sólo a la realización de eventos, sino al diseño de estrategias políticas para encauzar, en beneficio de los objetivos del Estado mexicano, la diversidad de intereses de sus actores públicos y privados, de manera pertinente para no rezagarnos en la coyuntura internacional y para lograr la adecuada percepción del país por destinatarios globales y globalizados. En otras palabras, para no perder el tren del siglo xxi y para recuperar, actualizada, nuestra capacidad de construir y proyectar en el imaginario nacional e internacional la imagen dignificada del país que somos hoy y del que queremos ser mañana.

El suscrito habla desde la experiencia que le ha brindado ser miembro del Servicio Exterior Mexicano, director general de Asuntos Culturales de la S.R.E., embajador de México, director del Centro de Estudios Mexicanos de la UNAM en España e integrante del claustro de investigadores de tiempo completo de nuestra máxima casa de estudios.

COLUMNAS ANTERIORES

México: el potencial de inversión global y los retos que enfrentamos
¡Ahí viene el lobo!

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.