Mi mirada la retiene de repente el televisor. Son las imágenes de las Torres Gemelas de Nueva York. El humo, los destrozos, los bomberos. Las multitudes corriendo. Las torres desplomándose. Son los acontecimientos conocidos y los personajes de aquél entonces que aparecen en escena 23 años después. Un aniversario más de esa tragedia. La voz en off de la televisión resume lo que ocurre. Son cuatro aeronaves. La primera es el vuelo número 11 de American Airlines. A las 8:14 am, a quince minutos de haber despegado, la torre de control le pide al piloto que incremente su altitud. ¡Está volando muy bajo! Pasan dieciséis segundos. No hay respuesta. La torre vuelve a intentarlo. El capitán no responde. Torre de control insiste.
Esta llamada y todas las demás son ignoradas. El avión ha sido secuestrado. Hay abordo ochenta y un pasajeros y once tripulantes. Todos sometidos. Es el silencio que antecede al caos. La aeronave cargada de pasajeros y de combustible es ahora un misil que explotará contra la Torre Norte del World Trade Center (WTC).
Lo recuerdo. El 11 de septiembre de 2001 es mi segundo día de trabajo en una prestigiada firma de abogados de Nueva York. Esa mañana abordo la línea roja del metro hacia el centro y desciendo en la estación Fulton. Al llegar, me es difícil alcanzar la superficie porque las escaleras de salida las bloquea la angustiada muchedumbre de Wall Street. Hay humedad, huele a aceite y cuesta trabajo respirar. Algunos salimos por fin del subterráneo y pisamos la calle. Pero el alivio del aire fresco nos dura poco porque somos recibidos por un endemoniado violento: un enorme dragón de metal que expulsa lumbre a 95 pisos de altura.
Luego de la explosión principal causada por la aeronave-misil, hay otros estallidos que nos hacen movernos entre gritos y empujones hacia las orillas de la Torre Norte. Nos aglutinamos para esquivar todo lo que cae del cielo. Estamos literalmente reclinados contra columnas y muros que apenas resisten la combustión. Arriba de nosotros, a varios pisos de distancia, queda el fuego, y gente atrapada suplicando ayuda. Policías y bomberos corren al auxilio. En una patrulla negra tipo FBI, no olvido el rostro de un hombre que me hace señas desde el asiento trasero mientras su vehículo se sumerge a los sótanos del WTC. Me pide que me aleje. No sé si es una orden o una despedida. Hago lo que me dice.
Momentos después, la torre no aguanta más. Ruidos ensordecedores. En caída libre se deshace uno de los edificios más grandes y emblemáticos de Manhattan. Se desata la estampida en un desenfrenado sálvese quien pueda. De los derrumbes logré escapar porque fui de los que corrieron hacia el muelle, en sentido contrario a Battery Park. Al llegar, en medio del caos, pienso en lanzarme al río y nadar a Nueva Jersey. Me detiene el titubeo del sentido común. ¿Por qué nadie más lo hace? ¿será una gran equivocación? Los policías nos interceptan. Walk north ordenan. No hay otra opción. O caminamos al norte o regresamos al infierno. Los que aquel día hayan visto esto en la televisión, saben a lo que me refiero. Explosiones. Derrumbes. Humo. Lluvia de vidrio, de papeles, de objetos. Caída de cuerpos.
Transcurren 90 días y retorno a la llamada Zona Cero a trabajar. El ambiente está saturado de un olor a asbesto y a muerte. Pero la capacidad del hombre para normalizar lo extraordinario es más grande. Tres mil muertos después y ahí estamos de nuevo: el metro, las oficinas, las tareas pendientes y los asuntos inconclusos. A la hora del almuerzo, me asomo a los pasillos de la firma para ver que hacen otros. Suena el murmullo de los teclados y el tedioso men at work de los abogados trabajando. En el mundo financiero hay dinero que se mueve y exigencias de clientes. Por las ventanas del fondo, se asoma un esqueleto de metal sobre una montaña de escombros. Son los restos del World Trade que, en el día a día, casi ya no miramos. En el exterior, sin embargo, brilla el puente de Brooklyn, cubierto por el sol de la tarde, y aparece la vida libre de los transeúntes que aprecian, ahora con mayor claridad, lo intempestivo —la prontitud con la que puede llegar un final—.
Saldo 9/11:
• Daños a infraestructura: U.S.$21.8 billones.
• Pérdidas aseguradas: U.S.$31.6 billones.
• Pérdidas sufridas por aerolíneas (2001): U.S.$7 billones.
• Contracción PIB Nueva York 2001: U.S.$27.3 billones.
• Salarios perdidos por las víctimas: U.S.$8.7 billones.
• Pérdidas Dow Jones: 7.13%.
• Empleos perdidos: 223,000.
Luego del 9/11, las cabinas de todas las aeronaves comerciales fueron selladas y el número de agentes encubiertos abordo incrementó de 100 a 5,000. Los pilotos y sobrecargos fueron habilitados por la TSA (Transportation Security Administration) para portar armas de fuego. La TSA pasó de 20,000 agentes a 42,000. El 9/11 detonó las “guerras contra el terrorismo” en Afganistán y Medio Oriente. La Universidad de Brown estima que en éstas hubo 900 mil muertos y 38 millones de personas desplazadas.
La sobrecargo Madeline Sweeney, abordo del vuelo secuestrado, habló por teléfono —oculta al fondo del avión— con su amigo y colega Michael Woodward del aeropuerto de Boston durante los 12 minutos previos al impacto contra la Torre Norte. Miguel Leff no estaba ese día, ahí mismo, en su oficina del piso 58. El azar que condena a unos y libra a otros.
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Mariano Gomezperalta es abogado por la UNAM, economista por la Universidad Iberoamericana y Maestro en Derecho por la Universidad de Harvard. Ejerce como abogado en las áreas de comercio, inversión y derecho financiero internacional, en Washington D.C. y la Ciudad de México.