Hay metas globales tan ambiciosas, como la sostenibilidad en la agricultura, que pueden parecer un desafío monumental. Sin embargo, la solución puede encontrarse en algo más cercano y accesible de lo que imaginamos: la colaboración entre empresas y comunidades, mediante la transferencia de conocimientos a escala local.
Es así como la economía social emerge como una herramienta transformadora. Este modelo, fundamentado en la solidaridad, favorece la cooperación entre diferentes actores para impulsar actividades productivas que brinden un impacto positivo a las comunidades mientras promueven oportunidades económicas, el desarrollo local y la sostenibilidad.
En México, este enfoque ha demostrado su valor al permitir que pequeños productores adopten prácticas agrícolas regenerativas, participen en programas de educación financiera, desarrollen huertos comunitarios y habiliten sistemas de captación de agua pluvial. Estas acciones son ejemplos tangibles de cómo la economía social puede ser el motor de un cambio significativo en el país.
Un caso de éxito es el programa Agrovita, una iniciativa lanzada en 2021, que ya ha beneficiado a pequeños productores de cacao y plátano en los estados de Tabasco, Chiapas y Campeche. Hasta ahora, con este proyecto se han implementado prácticas de agricultura regenerativa en más de 8 mil hectáreas.
Además, busca que al menos 50 por ciento de sus beneficiarios sean mujeres, con lo que se promueve la equidad de género en el sector agrícola.
Agrovita también ha impulsado productos económicamente viables como Natuchips, una botana que tiene su origen en Tabasco y cuya materia prima, el plátano verde, es cultivada por la cooperativa sustentable Los Papis, una organización que también se formó a raíz de esta iniciativa. Este grupo ha vendido más de 232 toneladas de plátano verde a PepsiCo, durante tres años de colaboración y compromiso solidario. Su desarrollo requirió la transferencia de conocimientos técnicos, pruebas industriales y el esfuerzo conjunto de un equipo multifuncional de nueve áreas de la empresa, así como alianzas con expertos y organizaciones aliadas de la sociedad civil.
Este caso no sólo ejemplifica cómo la economía social puede traer beneficios económicos y ambientales, sino que demuestra su capacidad para empoderar a las comunidades locales. Por medio de la colaboración se crean insumos sostenibles y se comparten conocimientos que fortalecen el tejido social y hacen más productivo y sostenible el campo de nuestro país.
México tiene un vasto potencial para replicar y expandir este tipo de iniciativas. Así que, si queremos avanzar hacia una agroindustria más sostenible, debemos apostar por modelos de economía social que transformen no sólo los procesos productivos, sino las vidas de quienes los hacen posibles.