No es casualidad que la tercera de John Wick, saga sobre un asesino silencioso aparentemente perseguido por el mundo entero, de repente se detenga para observar el ensayo de un ballet. En ese instante, la serie revela su médula: John Wick es, ante todo, una coreografía violenta, espectacular, apantallante. La presencia de Keanu Reeves es magnética, y el papel le queda como anillo al dedo, pero el atractivo de estas películas, dirigidas por Chad Stahelski, siempre ha estado en la fluidez de sus persecuciones y melés, bañadas de neones, claroscuros, reflejos y espejismos. Esta secuela, para variar, tiene un inicio asombroso: una secuencia de acción en la que Wick pelea dentro de una librería, en una bodega llena de cuchillos y, finalmente, contra dos motociclistas mientras él va a caballo. Realmente nunca tememos por el indestructible Wick, pero la coreografía, y la forma en la que está filmada, atrapa. Aquí, como en Mission: Impossible, lo que vemos es casi siempre un deleite.
A pesar de sus virtudes, Wick –como personaje– ha ido perdiendo ímpetu. Su sed de venganza pende de una muerte que ocurrió tres películas atrás; esa falta de motivación fresca le resta adrenalina al proceso. No en balde el guion se ve obligado a repetir las razones por las que Wick, más un cascarón o un fantasma que un hombre, sigue queriendo vivir (razones medio absurdas: John desea vivir para seguir recordando a su esposa). A diferencia de Ethan Hunt –el espía interpretado por Tom Cruise en Mission: Impossible– Wick no está metido en esto para salvar al mundo. Y está bien, claro, pero estaría mejor si entendiéramos qué lo mueve. Después de todo, en algún momento, la venganza como combustible narrativo, se acaba o empieza a sonar a pretexto. Es una pena que así ocurra en una saga que comenzó como una historia de venganza muy concreta. Es evidente que el personaje titular no necesita de enormes injurias para lanzarse a matar, pero el deceso de una mascota ya no es suficiente para justificar ese calibre de inclemencia.
Más allá de esos bemoles, John Wick entreteje una ristra de símbolos y situaciones sobre la naturaleza de la subordinación. La hasta ahora trilogía está obsesionada con la figura de los perros como mascotas leales, y no hay intercambio en la tercera cinta que no vaya sobre eso: quién le es servil y leal a quién, quién está en deuda, quién manda u obedece. John Wick quizás haya perdido motivación, pero conforme avanza la saga no pierde belleza ni neuronas.