Diputada Federal por la LXIV Legislatura
Bloqueos, protestas aquí y allá, quema de tuberías, filas enormes y personas desesperadas por conseguir un poco de agua.
Los medios han informado desde hace unos meses del rechazo de habitantes de zonas cercanas a Monterrey a que se canalice el agua de un río para satisfacer la demanda de consumo doméstico.
El caso de la zona metropolitana de Monterrey, no exclusivo de esa porción del país, es apenas una de las aristas de un conflicto largamente larvado que tiene responsables concretos: una política de concesiones sin ton ni son, entregadas por lo general a grandes corporaciones, que son las principales consumidoras, se ha traducido, sequía de por medio, en una crisis en el abasto para la población.
Claro que hay condiciones climáticas que propician la actual crisis, pero en el fondo está la entrega de permisos para grandes consorcios y sectores influyentes.
Los defensores del medio ambiente han resumido bien, en una frase, el origen del problema: “No es sequía, es saqueo”, sostienen, con razón.
El presidente Andrés Manuel López Obrador firmó recientemente un decreto para atender la emergencia, que prevé cambios en las dotaciones del líquido a fin de atender, en primer lugar, las necesidades de los habitantes de Nuevo León, antes de los requerimientos de la industria y la agricultura.
El decreto contiene medidas que apoyan una solución inmediata a la crisis, además de acciones para solucionar en un plazo mayor la escasez.
El decreto se inscribe en el marco de una crisis mundial que tiene como fondo la crisis climática y el debate sobre el manejo de los recursos naturales como negocio, como plantean algunos, o como un derecho humano.
Frente a una crisis desbordada y agravada día con día, era preciso tomar acciones que inevitablemente tocan poderosos intereses económicos. Tan poderosos que los gobiernos preferían sacrificar a la población.
En esa línea se inscribe el decreto presidencial, que plantea atender la urgencia con compromiso social y mediante la coordinación entre los tres niveles de gobierno y la ciudadanía. Su lógica es necesariamente inmediatista, sin embargo, reposa en principios básicos que deben orientar el diseño de soluciones de largo aliento.
Las soluciones deben apuntar a la solución de fondo de una crisis resultado de la combinación de la escasez de agua y la desigual distribución del líquido disponible.
Los principios que deben guiar las políticas en la materia no son otros que los establecidos en nuestra legislación: primero, el agua es una condición fundamental para la supervivencia; segundo, toda persona tiene derecho al agua para consumo personal y doméstico en forma continua, suficiente, salubre, aceptable y asequible; tercero, el Estado debe garantizar ese derecho, el cual es equiparable a un derecho humano; cuarto, el derecho al agua es indispensable para asegurar un nivel de vida adecuado; quinto, el agua debe tratarse como un bien social y cultural y no simplemente como un bien económico.
Otros principios no menos importantes son: sexto, el agua es de la nación; séptimo, el acceso a los recursos hídricos debe ser equitativo y sustentable; octavo, el uso doméstico y público urbano es una cuestión de seguridad nacional y tienen preferencia con relación a cualesquier otro; noveno, el agua es un recurso vital, vulnerable y finito; y décimo, su conservación, preservación, protección y restauración es prioridad y asunto de seguridad nacional.
Corporaciones y sectores pudientes insistirán, incluso por la vía legal, en su “derecho” a explotar el agua y otros recursos por encima de la vida de las personas. Y es probable que encuentren respaldo en jueces a modo que olvidan los principios esenciales de nuestra Constitución.
Es preciso que los actores que dominan las actividades económicas encuentren maneras innovadoras y sostenibles, que consideren la escasez de recursos vitales como el agua y, sobre todo, que las necesidades de la gente deben estar por encima de cualquier plan de negocios.