Para combatir el autoritarismo priista y la concentración del poder en la Presidencia de la República, entre otros cambios a la Constitución del Estado mexicano, se crearon organismos autónomos con funciones especializadas.
Quién diría que en menos de treinta años estaríamos presenciando una involución y que algunos de los que, en aquellos cercanos tiempos, impulsaron el cambio hoy encabezan su extinción; parecería que lo que no les gustaba eran quienes estaban al frente.
Una de las características de los regímenes priistas era la subordinación de los poderes Legislativo y Judicial al Ejecutivo, y si bien esto no era ni tan automático ni tan vertical como la mitología política de nuestro país lo ha dibujado, es cierto que era una forma de gobierno que estaba lejos de la división de poderes y el equilibrio de los mismos, y que no en pocas ocasiones llevó a decisiones arbitrarias e impuso y removió poderes locales sin consideración al federalismo. Un límite a tal poder era que el liderazgo se renovaba cada seis años.
Uno de los secretos de ese régimen fue la inclusión. Buscaba incorporar incluso a las voces críticas, la pérdida de esa cualidad explica, entre otras cuestiones, su ocaso. Los movimientos disidentes de finales de los 50 y de las dos siguientes décadas son una evidencia al respecto.
Los resultados electorales del 88 y las obligaciones derivadas de la apertura de México a la economía globalizada aceleraron la necesidad de la reforma político electoral anunciada en 1977 y la profundizaron. Derivado de lo anterior, no solo se abrió el sistema electoral para que pudieran competir en mejores condiciones las diversas fuerzas políticas, algunas con larga tradición como el PAN y otras emergentes provenientes desde la izquierda, sino que se ampliaron, por un lado, derechos y, por el otro, se crearon instancias reguladoras para hacer efectivos estos y propiciar una economía más competitiva.
En primer lugar, el Banco de México y el Instituto Federal Electoral adquieren en 1996 la condición de instancias autónomas, una con el mandato de controlar la inflación y la otra de organizar las elecciones. Ambas con la distancia necesaria de los otros poderes, en particular del Ejecutivo, para poder realizar sus tareas con la eficiencia y eficacia que la economía, por un lado, y la política, por el otro, reclamaban para dar estabilidad y legitimidad a una institucionalidad en proceso de transformación. Casi en paralelo se había hecho una reforma al Poder Judicial para darle mayor autonomía.
Posteriormente, surgen otras instituciones, unas con la característica de autónomas y otras con la definición de independientes, pero que en su conjunto tienen la particularidad de ser instancias reguladoras de actividades específicas que por su relevancia estratégica, requieren para su realización la separación entre quien ejecuta y quien regula, evitando con ello que el gobierno se convierta en juez y parte, y además profesionalizando estas tareas de manera tal que no estuvieran sujetas a los vaivenes de los cambios sexenales.
Este conjunto de instituciones creadas a lo largo de los últimos 28 años tenía el claro propósito de hacer efectiva la división y el equilibrio de poderes, tratando de evitar con ello la concentración del poder en una instancia. Se trataba de pasar de la imposición a la capacidad de generar consensos y al dominio técnico transexenal para que descansaran en ello cuestiones tan delicadas como la estabilidad económica, la transparencia, la legitimidad de las elecciones y la regulación de áreas económicas estratégicas. Esto es lo que perdimos con las reformas aprobadas la semana pasada.
Al desaparecer al INAI, Cofece, IFT, Coneval, CRE, CNH y el Mejoredu, y transferir esas funciones a diferentes instancias gubernamentales, no solo se pierde eficacia en la regulación, ya que el ejecutor se vuelve al mismo tiempo evaluador y árbitro, con lo que crece peligrosamente la parcialidad, sino además, se puede volver letra muerta la protección de derechos.
Ejemplo de lo anterior es que el acceso a la información pública va a estar en manos de quien la genera —es decir, vamos a preguntar quién lanzó la piedra a quien la lanzó— y la protección de los datos personales pasa de una instancia que se debía a la ciudadanía, al gobierno en turno que verá en el manejo de los mismos más que otra cosa el cuidado de sus programas y sus impactos.
Otro caso emblemático es el Coneval, que tenía la función de evaluar la efectividad de los programas gubernamentales para combatir la pobreza y la desigualdad. Con esta reforma, esa función pasa al INEGI, deformando su naturaleza, ya que ahora no solo tendrá la compleja labor de generar información primaria para dar seguimiento a diferentes indicadores económicos y sociales, sino que ahora además se le exigirá evaluar políticas públicas.
El colmo de todo esto es lo que tiene que ver con la Cofece y el IFT, cuyas funciones originalmente hubieran pasado a dependencias gubernamentales, cuestión que tuvo que corregirse a última hora, ya que de no haberlo hecho se hubiera transgredido una de las condiciones del T-MEC. Vaya descuido y qué pena que la advertencia vino del exterior y no de una convicción. La intención está ahí, volver a un Estado productor, aunque ineficiente, como lo demuestran hoy los datos de Pemex, CFE, el AIFA y, próximamente, el Tren Maya.
Sí, de todo eso se tratan las autonomías, evitar la concentración del poder, propiciar el desarrollo de una sociedad más justa, de oportunidades, que no requiera de un Estado paternalista y autoritario para su conducción, sino de una sociedad madura que se apropie de su futuro.
Esperemos que la triste lección de Nicaragua no sea nuestro espejo enterrado. Los Ortega a quien no querían era a Somoza; no construir una sociedad igualitaria resultó más pernicioso que lo que combatieron.