Desde México Evalúa publicamos una edición más de Hallazgos, un reporte muy pormenorizado sobre el estado que guarda nuestro sistema de justicia penal. El propósito original era seguir el paso de la implementación de la reforma a la justicia penal que ocurrió en 2008, para luego dar cuenta de su consolidación. La verdad es que esperábamos registrar cambios sustantivos año con año; retratar a través de un conjunto de indicadores cómo instituciones muy débiles iban creciendo para convertirse en mayores de edad, por decirlo de alguna manera. En lugar de peso y talla, mediríamos sus capacidades, su desempeño y las condiciones que permitirían su desarrollo.
Llevamos ocho años haciendo Hallazgos (primero bajo el sello de CIDAC) y las instituciones no crecen ni se fortalecen al ritmo deseado. Siempre están las entidades federativas que sobresalen y de las que me ocuparé líneas adelante, pero también las que presentan enormes rezagos. Es el sello de la casa: en este país la transformación no camina paralela entre estados y regiones. Así como en lo económico y lo social, hay enormes asimetrías en la justicia. Y al igual que en otras dimensiones, éstas son el resultado de procesos mal articulados, que se dejaron a la deriva. Admitamos que la reforma ha sido huérfana casi de origen, que acaso fue adoptada por algunos gobernadores o autoridades que entienden de su trascendencia, además del beneficio político que puede implicar mejorar la justicia en una entidad.
El hecho es que estamos atorados. El indicador por excelencia de efectividad del sistema es el nivel de impunidad. Estamos casi en 95 por ciento de delitos que no se resuelven de los que conoce la autoridad, y llevamos años así. En las tuberías procesales de las procuradurías y fiscalías sigue quedándose atascada la mayoría de las carpetas de investigación que se abren. La ‘salida’ más recurrida es la del archivo temporal, que es como apilar los casos dentro de un cajón. Ahí se queda más de 65 por ciento de las carpetas que se inician. La procuración de justicia no logra moverse. Aunque ahora tengan la etiqueta de fiscalías autónomas, no logran dar vuelta a la inercia, y por eso no gestionan los casos de manera distinta, no priorizan y no investigan con métodos más eficientes y científicos. Otros actores clave del proceso penal en el modelo acusatorio, las defensorías de oficio y las comisiones de víctimas, están bastante rezagadas. No se invierte en ellas y, por tanto, el modelo no puede funcionar bajo su premisa central: la igualdad de armas entre las partes.
No hay demasiada novedad en lo que escribo. Nuestro reporte anual repite año tras año los mismos hallazgos. Siempre es buena noticia encontrar avances (que los hay en algunos estados y entre algunos operadores), alguna buena práctica, instancias de la justicia penal que mejoran sensiblemente. Sin embargo, el grueso de nuestros marcadores no indica una franca transformación. De alguna manera hemos normalizado el bajo desempeño. El “ahí la llevamos pero no llegamos” se ha convertido en algo tan natural como las 100 muertes violentas que ocurren a diario en este país.
Violencia e injustica se retroalimentan. Lo mismo que conflictividad social y un sistema de justicia disfuncional. Por eso, si queremos mitigar crimen, violencia y conflictividad, necesitamos un aparato de justicia que funcione. Estas relaciones no parecen claras en las acciones y decisiones del gobierno en materia de seguridad. La balanza se ha inclinado casi totalmente hacia el aspecto reactivo y militar, y aun en este aspecto hay ineficacia y titubeo. Por eso no logramos resultados.
Hoy se reúnen autoridades mexicanas y estadounidenses en el marco del Diálogo de Alto Nivel de Seguridad. Me gustaría poder desplegar frente a los dialogantes una cartulina enorme que dijera que sin capacidades básicas de Estado –las que están implícitas en policías, agentes del Ministerio Público, peritos, defensores, los operadores diarios de la seguridad y la justicia– en este país no habrá mitigación de la violencia ni baja conflictividad, ni la colaboración necesaria entre ambos países para lograr objetivos compartidos.
Sería una buena noticia que como resultado de este diálogo surgiera un compromiso renovado con la transformación institucional que se inició hace 13 años y que hoy está atorada por falta de liderazgo, recursos, agenda, planeación y un largo etcétera. Porque el peor escenario para México y para la relación binacional en este sector es que las cosas se queden como están.
El componente del fortalecimiento institucional fue un pilar del Plan Mérida en la fase que ha concluido. Corresponde hacer un buen balance e identificar aciertos y errores, pero no abandonar. Porque sin instituciones bien armadas, el Estado mexicano puede debilitarse al grado que pierda la capacidad de gobernar.
La uatora es directora de México Evalúa.