Cosas muy serias ocurren en Chihuahua, y deberían estar en el foco de nuestra atención. No se reducen a la confrontación incesante entre el exgobernador Corral y su sucesora, María Eugenia Campos, como se suele leer en las noticias que nos llegan. Se trata, más bien, de una trama que desnuda fríamente el funcionamiento de la justicia en este país.
Si no ha escuchado del caso, se lo cuento. En noviembre del año pasado fue aprehendido Francisco González Arredondo, el exfiscal local anticorrupción que encabezó dos investigaciones criminales complejas: la que reveló el mecanismo de transferencia de recursos presuntamente ilegales de las arcas del estado a actores de diverso origen en aquella entidad, y la que describió la triangulación de recursos federales para el financiamiento de las campañas al PRI. A la primera se le conoció como Operación Justicia para Chihuahua, y a la segunda Operación Safiro.
En su momento, ambas investigaciones tuvieron un enorme revuelo. Recuerde, estimado lector, que en aquella coyuntura, la segunda mitad del sexenio pasado, escándalos de corrupción priista borboteaban en las aguas nacionales, pero también inaugurábamos o al menos discutíamos sobre mecanismos innovadores para controlar la corrupción. César Duarte, antecesor de Corral, se convirtió en una figura que encajaba bien en el estereotipo de político priista corrupto, aunque algunos segmentos de la sociedad chihuahuense lo reconocía por algunos éxitos en materia de políticas públicas, sobre todo en el ámbito de la seguridad. Pero una y otra cosa no son excluyentes; la cuestión es que al exgobernador se le acusa de haber hecho uso indebido de recursos públicos –entre otros delitos que se le han imputado–, y fue un vehículo para transferir y blanquear recursos federales que acabaron en campañas políticas. Todos sus méritos, si los tuvo, no pueden disculpar su deshonestidad.
El exgobernador Duarte fue extraditado de Estados Unidos para enfrentar diversos cargos. Imputaciones penales también le fueron hechas a integrantes de su red, entre los que figura la actual gobernadora. Hay que recordar que María Eugenia Campos transitó por el proceso electoral teniendo investigaciones penales abiertas. Como legisladora, recibió recursos de esa bolsa que el Ejecutivo estatal distribuyó a discreción. Soy muy creyente de la presunción de inocencia, y ella es inocente hasta que se le pruebe lo contrario, pero Maru, como gobernadora, ha torcido la justicia de maneras insólitas.
La trama, querido lector, ha dado un vuelco rotundo (no sé si inesperado). La gobernadora, con toda determinación, ha vuelto a colocar en la palestra política a quienes en su momento estuvieron indiciados. El fiscal que puso (porque ya nadie cree en la autonomía) fue funcionario en el gobierno de Duarte, lo mismo que fiscales regionales, que pasaron de ser indiciados a encabezar la persecución penal en el estado. Una vendetta al estilo del Viejo Oeste, sin pistolas pero con la amenaza de la persecución criminal en la mano.
La persecución penal es tan amenazante como una arma de fuego: con una se priva de la libertad, con la otra se hiere o mata. Las dos cosas entran en el rango de asuntos graves, profundamente intimidantes. Llevan a los derechos a un límite. Una vez que la gobernadora tomó el control de la persecución penal, se lanzó contra el fiscal que la acusó. Lo que sigue es extremo, porque al exfiscal González Arredondo lo detuvieron con un operativo aparatoso, innecesario, que alteró tanto a su familia que pudo haber sido la causa de la muerte de su padre. Quizá murió al constatar las formas de violencia al límite que puede adquirir el poder, sobre todo cuando se cierne sobre un afecto propio. Sí: el padre del exfiscal murió unas horas después de conocer el operativo.
Esta descripción de hechos concluye con el exfiscal encerrado en la propia cárcel en la que se alojan a los que logró procesar y sentenciar. No sólo son criminales de cuello blanco de la administración anterior; también se cuentan criminales con secuestros, homicidios y otros delitos en su expediente. Al exfiscal se le acusa de tortura psicológica, descrita como horas de interrogatorio sin pausa, de falta de alimento y de oportunidades para descargar necesidades fisiológicas. El demandante y sus testigos forman parte, claro, de los anteriores procesados, funcionarios duartistas, acusados de pertenecer a la red de corrupción.
El asunto es brutal por lo que significa. En este país a la impunidad no se le puede meter mano porque quien lo hace, acaba perseguido. Luego no nos asombremos de que las instituciones se adapten, se acondicionen a las necesidades del poder. El costo de ser disruptivo es altísimo.
Cuando decidí escribir sobre este caso sabía de los riesgos de abordar un tema profundamente politizado, en el que las verdades se diluyen. También pensé en lo grave que es no decir nada cuando este país se hunde por la impunidad, y nos preguntamos ingenuamente por qué no funciona la justicia. Aquí quiero dejar evidencia del estado de nuestro sistema de justicia, para que luego no nos llamen ingenuos en nuestros intentos de acabar con la corrupción y la impunidad.
Soy una creyente de que las instituciones sí pueden transformarse. Aquí describo el punto de partida de lo que debemos transformar. Retador pero, ciertamente, no imposible. ¿Soy ingenua?
La autora es directora de México Evalúa.