Estamos en una paradoja: tenemos un presidente que ha seguido un impulso sostenido de concentración de poder y, al mismo tiempo, un Estado profundamente debilitado, con un control territorial comprometido, e incapaz de diseñar política pública mínimamente exitosa.
Tenemos al Ejército uniformado de Guardia Nacional y a otros efectivos de las Fuerzas Armadas desplegados en el territorio y, sin embargo, la autoridad más básica del Estado está ausente en vastas regiones. Nuestros robocops, en general, no disuaden, no detienen, no recuperan territorios, no reconstruyen. Son una forma de simular que hay fuerza, cuando en realidad hay vacío.
La ausencia más grave es la que deja a las personas sin protección. Cuando el Estado deja de ofrecerla de manera exclusiva, surge un mercado de oferentes que cobran por ella: protección necesaria si las condiciones circundantes son violentas o es el propio ‘vendedor’ de protección el que las genera o amenaza con perpetrarlas. Es una protección que inquieta, como lo plantea Teresa Martínez en una investigación para México Evalúa, para la cual se visitaron distintas zonas de Tijuana con el propósito de entender este intercambio extorsivo de protección. Se conoce como cobro de derecho de piso.
El runrún es que el fenómeno no para de extenderse, pero no tenemos un solo dato que se acerque a su real prevalencia, porque no se denuncia. Y la no denuncia es parte del problema, del sentimiento de desprotección. La autoridad no está; el riesgo de que la amenaza del extorsionador se haga efectiva, sí.
De las visitas de campo que se hicieron en Tijuana, sabemos que en algunas zonas la extorsión es sistemática. Los vecinos de algunos barrios se miran entre sí para tratar de adivinar si, como ellos, los otros también son víctimas. Y los que todavía no lo son, saben que les va a tocar tarde o temprano. No hablo de la zona pudiente de Tijuana, sino de las rezagadas. Las que tienen un déficit crónico de presencia de Estado y se siente en las calles sin pavimentar, en la falta de luminarias y de servicios básicos. La desprotección no es sólo de la integridad física o de la propiedad; también es de otros derechos básicos.
Por eso la presencia de la Guardia Nacional no hace mella. Llegan y se van. Tal como ha sido la estrategia de seguridad desde Calderón hasta nuestros días. Operativos en terreno temporales, que no echan raíces, que no construyen Estado ni respuestas a necesidades elementales. Y la autoridad no se siente responsable, porque dice que si un delito no se denuncia entonces no existe, no para ellos.
Es muy curioso que regresemos a lo de siempre, cuando está probado que no sirve. Lo digo también porque ante la percepción (o realidad) del crecimiento de este delito, la respuesta regresa al territorio del populismo penal. La ‘lógica’ parace ser: como entendemos tan poco de la enfermedad, entonces apliquemos la medicina estándar, que es elevar las penas. Hay que hacer muchas cosas para tipificar correctamente el delito en los códigos, es cierto. Esto permitirá tener casos penales más sólidos o pertinentes, que cumplan con numerosos requisitos antes de ser llevados ante un juez. Y estos requisitos tienen que ver con capacidades básicas de las instituciones, sin las cuales no pueden generar confianza para que el afectado pueda pedir ayuda.
Es pensamiento mágico pretender que con el incremento de penas los delitos se resuelven.
La petición de que la víctima denuncie también es muy reiterada. Pero no es tan sencillo; de hecho, es hasta contraproducente para un delito como éste, en un contexto en que la autoridad es muy débil. En Ciudad Juárez, por ejemplo, las autoridades lograron captar denuncias sólo después de que los empresarios se organizaran para protegerse entre sí y acompañaran a los denunciantes, y de que se creara un grupo muy capacitado de ministerios públicos que pudieran procesar un número importante de casos. Todo esto cambió la correlación de fuerzas: la autoridad se hizo más competente y, en esa medida, los criminales de la extorsión se hicieron más vulnerables.
Más allá de medidas concretas que serán más o menos exitosas dependiendo del contexto, lo importante es construir las capacidades esenciales para que el Estado mexicano pueda ofrecer protección. Es necesario que las autoridades recuperen esa competencia exclusiva allí donde la han perdido, y necesitan superar las taras en las que caen de manera recurrente.
El presidente de la República se siente muy poderoso, pero en realidad es arbitrario.
El Ejército está en las calles, pero no resuelve nada en ellas.
Y los mexicanos pueden estar sujetos al extorsionador que ofrece protección de su propia violencia.
Esto, estimados lectores, no es fuerza, es profunda debilidad.
La autora es directora de México Evalúa.